
Nací en el ’77. Cuando era muy chico las calles retumbaban gritando «Nunca Más» y adolescentes acompañaban a adultos pegando carteles por tal o cual candidato. Se respiraba una libertad propia de un pueblo muy apaleado que despertaba tras mucho sufrimiento. Se juraban 100 años de democracia. Pero la biología es implacable. Llevamos casi 40 años de muertes desde ese entonces y esos mismos años de nacimientos. Con el tiempo alguien vino a hablar de una «necesaria reconciliación», que en su momento sonaba aún más absurda que lo que suena hoy. Luego alguien más habló de «jóvenes idealistas» y el terrible terrorismo de Estado. Dos relatos contrapuestos terminaron por tener un aspecto troncal en común: la idea de dos bandos.
La teoría de los dos demonios es vieja: fue una «guerra sucia» entre las fuerzas armadas y la subversión/terrorismo. La nueva versión mantuvo el esquema pero cambió los nombres, en vez de «fuerzas armadas» y «subversión» eran «dictadores» y «jóvenes idealistas». Algo sabemos en computación: los nombres ilustran las estructuras pero no son los que le dan semántica, la semántica está en la estructura en si. Por supuesto que en política (y las ciencias sociales en general) los nombres si importan, pero el punto es otro: así cambies los nombres no podés descuidar la estructura que estás modelando, una de confrontación entre bandos en éste caso. Y así es como por derecha o izquierda una mentira se vuelve la verdad más aceptada.
¿Por qué «mentira»? Porque el confeso objetivo de las Juntas Militares era acabar con lo que llamaban «subversión» de los «valores nacionales» y eso no se traducía en simplemente guerrilleros sino en todo movimiento intelectual con tendencia de izquierda que amenazara dichos «valores». En palabras del propio Videla «la peor subversión es la ideológica». O sea, ni siquiera los protagonistas del genocidio planteaban lo que sus apologistas sostendrían luego: que el problema eran las guerrillas. Pero también es mentira porque no murieron «jóvenes idealistas» solamente. Murieron jóvenes, viejos, varones, mujeres, parientes, embarazadas, sindicalistas, intelectuales e incluso quienes se atrevían a preguntar por la suerte de los demás, como fue el caso de las monjas francesas. Esa gente no era un grupo de «jóvenes idealistas» sino una facción heterogénea de la sociedad toda que fue quirúrgicamente masacrada a través de uno de los pocos procesos en el mundo al que le cabe perfecto el mote de «terrorismo»: dominar mediante la instalación de miedo extremo.
Mucho se habla de «terrorismo» desde que EEUU lo usa para rotular a todos sus enemigos, tanto que la palabra pierde sentido, bastardeada y vaciada de significado. Sin embargo «terrorismo» tiene un significado real: es tomar medidas cuyo impacto exceda a la medida concreta y busque ejercer una dominancia por medio del miedo extremo (terror). Por eso los militares soltaban gente testigo de las atrocidades cometidas. Esos testimonios no solo afianzaban la idea de impunidad sino que transmitían ese terrible «no te metás», relatando un infierno en la tierra que amenazaba a quienes tan siquiera alzaran su voz contra el sistema. Otros habrán hecho un terrorismo más focalizado del estilo: temé ser nuestro enemigo, pero las dictaduras latinoamericanas están dentro de los pocos casos mundiales en el que esto logró llevarse a nivel países enteros. Es remarcable que eso ni siquiera sucedió en la Alemania Nazi, toda vez que las persecuciones Hitlerianas no buscaban el terror sino el exterminio. Acá la idea no era matar a toda una colectividad sino, al ser el objetivo ideológico, convertir esa ideológía en una religión satánica, algo prohibido de mencionar. Pocos ejemplos de su impacto tan claros como Córdoba, revolucionaria antes, bastión de la derecha luego, algo parecido a lo que en menor escala fue Tucumán.

Surge entonces la pregunta ¿qué tanto tenés que matar, torturar, amenazar y desaparecer para obtener semejante efecto? Y ahí surge la otra apología, el «no fueron 30.000 porque en el Nunca Más figuran…». Y eso también refleja ese retroceso de la intelectualidad, ese efecto de la prohibición de pensar. En informática nos gusta usar ejemplos inocuos, es una forma de lidiar con el «sesgo de confirmación», esa tendencia que tiene que combatir toda persona dedicada a la ciencia de tomar preferentemente la evidencia que confirma su hipótesis. Por eso en vez de hablar de desaparecidos hablemos de algo inocuo como, no sé, moscas. Se conocen unas 110.000 especies de moscas en el mundo. ¿Cuántas especies de moscas hay en el mundo? ¿110.000? Y… obviamente esa respuesta es incorrecta. En algún momento se habrán conocido unas cientos, luego miles, hoy hay identificadas 110.000, el año que viene quien sabe. O sea que la respuesta científicamente correcta es «al menos 110.000». Pero ¿cuántas más? Y bueno, salvo que se encuentre algún día un ecosistema completo bajo la tierra a lo Julio Verne, la magnitud del número no debería variar mucho porque el mundo terrestre ya está muy explorado. ¿Y si en vez de moscas hablamos de cantidad de especies marinas? Bueno… ahí poner un techo a la cantidad desconocida se complica porque las profundidades se encuentran muy poco exploradas.
Habiendo terminado el ejercicio «inocente» un buen informático se trae el proceso de razonamiento y lo aplica tal cual al caso «sensible». Si el «Nunca Más» habla de un cierto número, entonces hay al menos ese número, cuando queremos calcular que tanto más que el número garantizado se necesita evaluar que tanto se exploró, razones para haber perdido casos (ejemplo: el miedo a denunciar) y mirar evidencias complementarias que nos ayuden a tener una idea de MAGNITUD. Remarco esa palabra: cuando se investiga lo desconocido no se cuenta, se establece un orden de magnitud, toda vez que se entiende que por la naturaleza y tamaño del problema el número desconocido se puede acotar y reducir pero no llevar a cero: nunca podremos saber si no se nos escapa ninguna especie de mosca o marina, nunca podremos saber si nos faltó contar a alguien torturado o desaparecido. El resto es conocido pero vale la pena mencionarlo por mera completitud: dos cálculos independientes confluyen en cifras rondando las 30.000 personas, la estimación de la capacidad operativa de los centros clandestinos de detención hecha en los 80s y documentos desclasificados por EEUU ya entrado el siglo XXI donde la dictadura reportaba en el ’78 haber ejecutado a unas 22.000 personas.

Mientras tanto la biología sigue su camino y, como sucedió con el holocausto, va cargándose a los testigos y dejándonos nuevas generaciones que eligen ignorar la evidencia que les resulta molesta y priorizar las versiones que les son más afines. Así es como surge la «historia completa» que de completa no tiene ni pizca, contando a jóvenes que hubo grupos armados en los 70s y que todo era un caos. ¿Falso? No. Incompleto. La política argentina se hizo a través de las armas desde 1816 a 1983, desde antes si nos extendemos al periodo no independentista. No es que de la nada hubo «loquitos» que se armaron, es que desde Federales contra Unitarios, Radicales contra Conservadores, Peronistas contra las FFAA defendiendo al establishment , la política se hacía a los tiros, así de simple.
Es más, en 1983 hubo un tipo que insistía en esa lógica planteando «acá no pasó nada» que compitió con otro que decía «acá pasó algo y fue importante». El primero se hizo famoso sólo porque alguien que lo acompañaba en la Provincia de Buenos Aires quemó un cajón con los colores radicales, pero también era el que proponía reconocer la auto amnistía militar. No es un hecho menor, imaginen si hoy existen todas las teorías descabelladas que comento, como sería nuestra realidad si no hubieran existido el Juicio a la Juntas y el Nunca Más. No es un gran ejercicio de imaginación el necesario, alcanza con mirar a Chile, Brasil o cualquiera de nuestros vecinos donde la biología también hace lo
suyo pero matando a quienes nunca pudieron dar testimonio. Por eso es importante entenderlo: el ’83 marcó un cambio de era en Argentina, el fin de la política a través de las armas. Todo hecho anterior debe entenderse como parte de ese otro paradigma, y el Estado genocida como la máxima expresión de la represión por parte de los factores de poder sobre la gente díscola.
Por eso, el 24 de marzo se recuerda el principio de ese fin. Se recuerda una fecha fallida que ensombrece atrocidades como el Operativo Independencia pero también se fija un hito que divide los horrores que se pudieron cometer por gente surgida de las urnas de los que surgieron de gente impuesta por las armas, marcando lo que desde el ’83 es norma: los problemas sociales, por muy graves que sean, pueden incluso significar caídas de presidentes, pero se resuelven en las urnas y las urnas se respetan. No hay excusas válidas para lo contrario.
Por eso no hay dos demonios, sólo uno que tomó una forma monstruosa y obliteró a través de violencia extrema y terror absoluto a todos los pequeños diablillos de violencia que reinaban en nuestra sociedad desde siempre. Uno tan monstruoso que nos hizo decir «Nunca Más» entre llantos por las víctimas y un odio reprimido hacia perpetradores y apologistas.
Por eso es Nunca Más y por eso no se puede olvidar. Por eso son 30.000 así no sepamos cuantos son. Por eso el 24 debe ser un día de unión donde las rencillas internas cotidianas cesen y digamos todos/as juntos/as: Nunca Más, ni se les ocurra. Porque siempre hay gente de mierda buscando dividir para reinar, sin importar cuanta sangre corra. Como ejemplo basta el mundo.
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