
Cada tanto se viene el fin de todas las cosas, es un concepto que vende. Por supuesto, como pasa en el cuento de «el pastor mentiroso», hay una cierta cantidad de «fin de todas las cosas» que nos tomamos en serio, luego pasa a ser una rutina que ignoramos… incluso si esta vez es la real.
¿Creo que Ucrania es el caso? Sinceramente no. Quizás lo fue el covid y por eso ahora vamos viendo que la «nueva normalidad» no termina de ser la vieja y quizás jamás lo sea: ¿volveremos a compartir mates con la misma ligereza? ¿besos para todos y todas como antes? Seguro que ya nunca sentiremos la extrañeza de antaño cuando veamos a alguien con barbijo en la calle, etc, etc. Ucrania no parece algo así. ¿Podría serlo? Si, pero a priori no lo parece. ¿Por qué digo esto? Disto mucho de ser un analista de política internacional, pero por profesión las analogías se me dan bien: lo de hoy se parece a la crisis de los misiles cubanos de 1962, cuando la URSS emplazó misiles nucleares en Cuba para compensar la instalación de los propios por parte de EEUU en Turquía. Tras tensiones sin precedentes la situación se resolvió cuando Jrushchov y Kennedy desmantelaron sendos emplazamientos.
Sucede que la guerra fría terminó pero su legado continúa, y tiene mucho sentido: las potencias buscan situaciones de hegemonía y mientras EEUU, rodeado de la OTAN y constituido en primera potencia mundial indiscutible, busca dejar en situación de sumisión a sus posibles rivales Rusia y China, éstos buscan impedir caer en la irrelevancia. En ese sentido, la ocupación de Crimea es un antecedente relevante: Rusia no iba a permitir perder acceso al Mar Negro, simple.
La cosa se complejiza porque en Ucrania conviven gente que se siente afín a Rusia (principalmente en el este) con gente que se siente afín a Europa, en el oeste. De hecho, cuando manifestaciones en Kiev (capital de Ucrania situada en el oeste) culminaron con la caída del presidente pro ruso Viktor Yamukóvich en 2014. Inmediatamente tras su caída, Rusia se apropió de la estratégica Crimea.
Si bien Crimea era estratégica, había otras regiones habitadas por pro rusos, principalmente Donetsky y Ligansk que resistían con respaldo Ruso el cambio de régimen, fue para aplacar este principio de guerra civil que Ucrania y Rusia acordaron el protocolo de Minsk (capital de Bielorrusia y lugar donde se firmó el acuerdo) a través del cual se procuraba mantener la integridad territorial Ucraniana (sin incluir Crimea en el acuerdo) a cambio de que no hubiera represión sobre los rebeldes pro rusos. Desde entonces Moscú denuncia incumplimientos y ahora es Kiev quien alude incumplimiento por parte de los rusos al reconocer a Donetsky y Ligansk como repúblicas independientes.

La razón de todo esto es simple, Rusia no acepta la eventual conversión de su vecino Ucrania en puesto de avanzada de la OTAN, situación que la dejaría bajo necesidad de ataque directo a EEUU en caso de que se avanzara sobre los territorios pro rusos, por eso da vuelta la mesa, ejerciendo presencia militar primero y llevando a los EEUU a esa misma situación, con la sola diferencia de que no se da en la puerta de la casa de los norteamericanos, un detalle no menor, y que Rusia, al menos por ahora, no habla de usar Ucrania como escudo antimisilístico, como parece ser la intención de la OTAN, sino como «buffer», un territorio que haga de separador entre su territorio y potenciales emplazamientos hostiles.
A todo esto, desde nuestras pampas surge el debate sobre la posición argentina. Tenemos quienes proponen volver a las «relaciones carnales» (aunque no usen la expresión literal del Carlo), tenemos gente que propone condenar a Rusia no por deseos lujuriosos hacia el norte sino en el marco del necesario respaldo norteamericano para cerrar con el FMI (detalle no menor si ponemos sobre la mesa el debate sobre la soberanía), tenemos gente anti-estadounidense que defiende la acción rusa y, quizás, alguien por ahí recordando que el mayor potencial argentino internacional es su histórica prescindencia en los grandes conflictos internacionales que lo han ubicado como candidato a mediador en muchas circunstancias. Por cierto, es válido recordar que nuestro país rompió con esa línea histórica durante la Guerra del Golfo, consecuencia de la ya mencionada relación íntima entre el menemato y EEUU, y aún seguimos viendo que carajo fue lo que pasó luego con la AMIA y la Embajada de Israel.
Por todo ello, al margen de la propaganda, la posición más razonable por parte de Argentina sería su histórico llamado al diálogo y al entendimiento entre las partes. Argentina no tiene ni capacidad militar para incidir ni nada salvo cosas por perder en una guerra económica. Somos políticamente periféricos. En una posición así, nuestras únicas opciones son el poder del débil (colocarse en ese lugar donde el poderoso no puede) o una irrelevancia que no nos exime de volvernos víctimas de contramedidas de cualquier tipo.
En síntesis, la crisis Ucraniana será una más salvo que medie inoperancia entre las partes, mientras que la posición argentina debe ser de mediador salvo que medie inoperancia de alcahuetes nórdicos o inoperantes locales.
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