“Yo era un adolescente el 4 de noviembre de 1995. Mi familia de nacionalistas religiosos celebró la muerte del primer ministro con cantos y bailes”, evoca Yehuda Shaul, cofundador de Rompiendo el Silencio, ONG pacifista de veteranos del Ejército de Israel.

En tiempos que el “magnicidio” (del lat. magnus ‘grande’ y -cidio. Muerte violenta dada a persona muy importante por su cargo o poder. Real Academia Española) se está transformando en una palabra cotidiana, quizás debemos recordar, nosotros los argentos -tan proclives a la memoria a corto plazo-, que convivimos con ellos, desde tiempos en que no éramos lo que somos… o mejor dicho, nos estábamos transformando en este país que pone en la cotidianeidad palabras y definiciones que hasta ayer parecían lejanas. Por eso es bueno recordar y traer al presente, ese asesinato que marcó toda una época de nuestra historia, cuando el magnicidio no era conocido como tal y cuando se justificaba el asesinato de un líder bajo el manto de cometerlo “en nombre de la civilización”, por eso, vamos a adentrarnos en Manuel Dorrego y su triste final.
Finalizada al Guerra con el Brasil en 1828 y firmada una paz vergonzosa, por el ministro de Bernardino Rivadavia, José Manuel García, la presión de los sectores opositores al Partido del Orden o Unitario, comenzó a presionar de tal manera que ese “pequeño hombre”, del que Mitre diría ““más grande hombre civil de los argentinos”, renunciara a su cargo inventado –para hacer negocios turbios- de “Primer Presidente” y cada provincia reasumiera su autonomía; entre ellas, Buenos Aires, que llevaría al gobierno de manos del federalismo porteño a Manuel Dorrego.
La inquietud del gobierno de Dorrego –y la esperanza del estallido de un contragolpe unitario- se fundaba en el regreso a Buenos Aires de las fuerzas destacadas en la Banda Oriental, que venían anarquizadas por la inacción y, sobre todo, por el pago irregular de varios meses, disgustadas por el resultado de la guerra y minadas por la activa propaganda opositora, encabezada por un sector unitario rivadaviano, en retirada pero con sed de venganza. Son estos hombres del unitarismo los que traman terminar no solo con el gobierno de Dorrego, sino también con la vida de los principales hombres del gobierno provincial.
Pero Dorrego no lo creía, porque tenía una concepción romántica de la camaradería militar y consideraba absurdo que se alzaran contra él sus compañeros de armas y de gloria, entre quienes contaba amigos; es así que cuando se le anunció que el jefe del golpe revolucionario sería el general Juan Lavalle, tampoco lo creyó, atribuyendo a simple bravata su lenguaje exaltado. Además, el gobernador acababa de hacer públicos los manejos de la oligarquía unitaria, sus alianzas con el capital inglés, sus denuncias contra los comerciantes agiotistas, y conocía su total impopularidad en el interior. Los creía derrotados para siempre y ése fue su error: Dorrego no lo tomaba en serio a Lavalle. Era el General Lavalle, quien había ganado merecidos laureles en Chile, en Perú y en Brasil, tenía en efecto fama de ser tan valiente como de poco juicio. Se había hecho notorio por sus desplantes, con los que había enfrentado al propio Libertador Bolívar, y poco tolerante en materia de disciplina. Esteban Echeverría lo iba a pintar como “el sable sin cabeza”. Era un típico porteño, capaz de las mayores hazañas, pero de fondo frívolo, más pagado del gesto que del acto y del parecer que del ser: condenado, en suma, a ser instrumento de quienes supiesen halagar sus debilidades y en Buenos Aires había caído en manos del círculo de los doctores unitarios, que lo tenía como aliado y a cuyos miembros escuchaba. Ellos le habían hecho creer que Dorrego era el jefe
de los anarquistas causantes de todos los males, un tirano que oprimía al pueblo apoyado en la más baja plebe, y un traidor a la patria. ¿Cómo no pondría su espada al servicio de la civilización, el orden y la virtud?
El 20 de noviembre llegó a Buenos Aires la primera división del ejército de la Banda Oriental al mando del general Enrique Martínez. Diez días después Juan Manuel de Rosas manda un aviso al gobernador Dorrego el posible levantamiento:
“(…) el ejército nacional llega desmoralizado por esa logia que desde mucho tiempo nos tiene vendidos, logia que en distintos tiempos ha avasallado a Bueno Aires, que ha tratado de estancar con su pequeño círculo a la opinión de los pueblos, logia ominosa y funesta contra la cual está alarmada la nación…” (1)
El cónsul Forbes informa a su gobierno “circulan rumores en Buenos Aires de que las tropas de la Banda Oriental ocasionarán un cambio violento de gobierno” e incluso se quedó en la ciudad tratando de persuadir a Dorrego que saliera de la misma y evitar enfrentarse al inminente Golpe de Estado y al día siguiente, 1º de diciembre de 1828, estallaba el pronunciamiento.
Los cuerpos de línea del ejército, toda la división de Enrique Martínez, íntegramente sublevada, penetra en la plaza de la Victoria al mando de Juan Lavalle y de Olavarría, héroes de las guerras de la independencia y ambos de la flor y nata del “centro” porteño; grupos de civiles unitarios los rodean y aclaman, destacándose la sombría figura del doctor Agüero, que hacía las veces de director de la función. Sin fuerzas para resistir a los regimientos de línea, Dorrego abandonó el Fuerte por la puerta trasera y se dirigió al campamento de las milicias de Rosas en San Vicente, al que encuentra al día siguiente del golpe y desde donde escribe al gobernador de Santa Fe, Estanislao López, poniéndolo al conocimiento de los sucesos y el apoyo para que con un posible avance sobre Buenos Aires, logre detener el golpe y poder retomar el gobierno; pero es éste quien aconseja a Dorrego no hacer frente a Lavalle por encontrarse en inferioridad de fuerzas, pero lo hostigue mientras busca la manera de recuperar una posición ventajosa para negociar; consejo desde ya, desoído por el gobernador depuesto.
Mientras ocurría esto, algunos de los golpistas armaron una farsa, a la que llamaron elecciones. Para votar había que tener galera o sombrero de copa. Levantarlo o dejárselo puesto sería la forma de expresar el voto. Cuando fue preguntado “el pueblo” si votaban por don Juan Lavalle como gobernador y capitán general de la provincia de Buenos Aires, se arremolinaron los sombreros importados y así Lavalle fue elegido gobernador “por la estricta voluntad popular” de los portadores de galeras.
Momento de reflexión histórica-filosófica de esos tiempos I: las cosas no cambiaron con el tiempo, porque las galeras serían reemplazadas por gorros militares, acompañados por galeras y apellidos de cierta prosapia patricia que saludaba la marcha de las tropas rumbo a Casa Rosada.
Bueno, como les decía, el general Lavalle salió en persecución del gobernador Dorrego con un regimiento de caballería, pero éste último desatendiendo las advertencias de López y Rosas, decide esperar al ejército golpista y hacerle frente. El coronel Nicolás de Vedia, comandante de las milicias que custodian las costas del Salado, se incorpora entre tanto a Dorrego con sus fuerzas y cuatro pequeñas piezas de artillería. Grupos de paisanos y de gente que había salido de la capital se unen a los anteriores, juntamente con los que Rosas logra convocar apresuradamente. Es intensa la actividad desplegada en los pueblos de Chascomús, Ranchos y Luján, donde se van concentrando las milicias.
Los hombres del federalismo habían reunido algo más de 2000 hombres, que sin experiencia, la mayoría hombres de campo, indios y milicias populares, pero que a pesar de la ineptitud, igualmente eran fieles al gobernador depuesto. Mientras que Lavalle contaba con 600 coraceros experimentados por la Guerra con Brasil.
Momento de reflexión histórica-filosófica de esos tiempos II: cosa loca la del destino de la patria diría alguien por ahí… es casi casi como un mal chiste o quizás el juego del gato y el ratón… o saber si primero fue el huevo o la gallina.
Dorrego busca apoyo en el General Ángel Pacheco –que como sabrán, había sido Alférez Pacheco, por eso del nombre de la calle zaratoca, porque en tiempos de San Martín y cuando era parte de los granaderos anduvo por estos pagos persiguiendo y hostigando posibles desembarcos de tropas españolas tiempos antes del Combate de San Lorenzo… sí, ese mismo, el del “febo asoma… honor al gran Cabral”… bueno ese mismo…- y como les decía, este hoy devenido a General Pacheco, perseguirá a Lavalle, que en ese tiempo venía persiguiendo a Dorrego, pero también será el mismo Pacheco que después será perseguido y derrotado por Urquiza, que a su vez será “derrotado” por Mitre –lo pongo entre comillas porque tengo mis serias dudas que Urquiza fuera derrotado, pero más dudas que Mitre pudiera derrotar a alguien, pero eso lo analizaremos todo a su debido tiempo-, es casi un interminable devenir de persecuciones tan difíciles de entender como cuando yo era chico y jugaba a la mancha o al “poliladron” y en un momento no sabíamos quien perseguía a quien, o como un perro que se persigue la cola para morderse, pero en definitiva está queriendo calmar la picazón provocada por las pulgas, que no solo pican, sino que también logran que el perro se lastime y muerda a sí mismo…
Bueno, lo mismo acá, el que persigue: Lavalle… después será perseguido por el que ayuda (Pacheco) al perseguido: Dorrego… Tiempo después el propio Pacheco será quien sea perseguido y derrotado por Urquiza, que a su vez será “derrotado” –perdón por la insistencia de las comillas, pero en Bartolo siempre son oportunas, más si se habla de “triunfos” de su parte- por Mitre…
Uy, ya estoy mareado… volvamos Dorrego persiguiendo a Lavalle… no, no… así no era… la cuestión es tener a Lavalle persiguiendo a Dorrego… ¿si?
Para el amanecer del 9 diciembre, todavía Rosas intenta hacer que Dorrego desista del enfrentamiento con Lavalle y que éste escapara rumbo a Santa Fe en busca de apoyo. Nada de eso ocurre; los ejércitos se encontraron en las proximidades de Navarro, donde las milicias de gauchos mal armados fueron derrotadas y dispersas por las experimentadas tropas de línea, lo que termina siendo una masacre para el gobernador.
Con este panorama Dorrego y Rosas abandonan el campo de batalla y van en busca de Ángel Pacheco que los espera en los pagos de Areco. Los líderes federales se separan, mientras Rosas se dirigió al norte a pedir auxilio al gobernador de Santa Fe, Dorrego buscó incorporarse al Regimiento 3 en las proximidades de Areco, al mando de su amigo el coronel Ángel Pacheco, quien le daría asilo. Reunidos Dorrego y Pacheco en un rancho, conversan y toman mate en momentos en que ha caído la noche del día 10 de diciembre. De pronto, se presentan los comandantes Bernardino Escribano y Mariano Acha, declarando que Dorrego queda prisionero. El estupor del preso es imaginable. Ambos oficiales les deben sus últimos ascensos y Acha es su compadre. La exclamación de Dorrego refleja su incredulidad: “Compadre, ¿se ha vuelto loco? Pues no esperaba de usted semejante acción”. También Luis Dorrego queda arrestado. Pero la conducta de los captores no obedece a una determinación propia, aunque sus sentimientos personales jueguen su parte en el hecho, sino que tiene su origen en una nota recibida ese mismo día por conducto del chasque Manuel Cienfuegos, a quien envían desde Buenos Aires al conocerse la noticia del combate de Navarro. Actúan, pues, en cumplimiento de una orden, y es muy posible que ignoren las consecuencias trágicas de su acción –tiempo después, Pacheco indignado por la conducta de Escribano y Acha, Pacheco hace una publicación en la Gaceta Mercantil tres días después de la muerte de Dorrego, para aclarar que al producirse la captura, “con una torpe perfidia”, sólo estaban allí el Regimiento de Húsares y 100 hombres del
Regimiento N° 2; condena la indignidad del hecho, y el mismo día 16 es arrestado en un buque de guerra. Escribano, por su lado, refuta en “El Tiempo” las afirmaciones de Pacheco, defendiendo su honor militar-.
A primera hora de la mañana los prisioneros se ponen en marcha con la partida de Escribano, en dirección a Buenos Aires. Al caer la tarde acampan en la cañada de Giles. Allí escribano redacta sendos oficios para Lavalle y el gobierno de Buenos Aires comunicando la captura de Dorrego y su traslado a la capital. Con el mismo chasque comisionado para conducir las notas, permite Escribano que Dorrego envíe cartas a Guillermo Brown, encargado del gobierno, y a José Miguel Díaz Vélez, ministro general, ambos antiguos amigos suyos.
“Señor don Guillermo Brown –dice la primera-. Mi apreciado amigo: Voy a ésa, preso en mi tránsito para la provincia de Santa Fe, de donde me dirigiría a la provincia oriental solicitando hospitalidad. No dudo que usted hará valer su posición para que se me permita ir a los Estados Unidos, dando fianza de que mi permanencia allí será por el término que se me designe. Mis servicios al país creo merecen esta consideración, al mismo tiempo que el que usted influirá a que se realice. Deseo me oiga usted a mi llegada a ésa. Su afectísimo Q. S. M. B. Manuel Dorrego. Cañada de Giles, en marcha a 11 de diciembre de 1828”. (2)
A Díaz Vélez le dice:
“Mi querido amigo: ya estoy en marcha en calidad de prisionero, y el jefe de este regimiento me ha permitido dirija a usted ésta, que es reducida a que tenga usted la bondad de verme en el momento de mi llegada a ésa, y creo que no será difícil se conformen después de oírme, con las indicaciones que haré con respecto a la cuestión del día. No olvide usted que la lenidad ha dirigido mi administración. Es de usted afectísimo, Q. S. M. B. Manuel Dorrego. Somos 11 de diciembre”. (3)
A la mañana siguiente se recibe en Buenos Aires la noticia de la prisión de Dorrego; comienzan entonces las ansiosas gestiones para conseguir la seguridad del detenido, como primer paso, los amigos y parientes recurren a la mediación de los representantes diplomáticos. El norteamericano Forbes escribe, con fecha de ese mismo día 12 de diciembre: “A raíz de estos temores, uno de sus amigos más íntimos me pidió esta mañana que juntamente con Mr. Parish. Mediara ante el gobierno provisional para proteger la vida de Dorrego”. Ambos diplomáticos se entrevistan con Díaz Vélez, quien afirma categóricamente que no se tiene la menor intención de ejecutar a Dorrego. Pero los dirigentes unitarios, con activo celo, presionan al gobierno delegado para que Dorrego no sea conducido a Buenos Aires, donde tiene mayores posibilidades de un trato ecuánime, sino al campamento de Lavalle, para que pueda ejecutarse lo ya decidido.
Es evidente que ni Brown ni Díaz Vélez tienen la suficiente autoridad o carácter, para imponer su punto de vista, sin duda benévolo, y esa misma noche envían cartas urgentes a Escribano para recomendarle una cuidadosa vigilancia del preso y su cambio de destino; Díaz Vélez, en efecto, le dice a Escribano que “retrogradando con dirección a Navarro, en donde se halla el ejército con su gobernador provisorio, general don Juan Lavalle, le presente al expresado Dorrego con el pliego incluso, cuidando en el entretanto de la seguridad de su persona y que no mantenga comunicación, ni por escrito ni de palabra”.
Esa misma noche Brown le escribe a Lavalle para darle cuenta del cambio, y enviándole la carta que Dorrego le escribiera expresándole su deseo de salir del país. A esto agrega que se le puede exigir una fianza de doscientos o trescientos mil pesos, de que responderán sus amigos. Dice que él cree que es la mejor solución, más deja a criterio de Lavalle la decisión final.
Fusilamiento de Dorrego Cuando llega a Buenos Aires la noticia del apresamiento de Dorrego, corre la algarabía entre la “gente decente” del Partido del Orden y ahora puso en funcionamiento toda la maquinaria para aprovechar la situación, congraciarse con el triunfador Lavalle y por ende, incitarlo a tomar la vida de Dorrego “en nombre de la pacificación”; así le llegarían a Lavalle muchas misivas que pedían ajusticiar Dorrego –mucho tiempo
después el historiador José María Rosa detalla que “El 2 de setiembre de 1869 (es decir, muchos años después de ocurrido) don José María Roxas y Patrón escribía a su amigo Juan Manuel de Rosas, exilado en Southampton, sobre la revolución unitaria de 1829: ‘Voy a relatar lo que oí a personas de mi relación y lo que ocurrió en el público como positivo. Luego que llegó a Buenos Aires la noticia cierta de tener Lavalle en su poder a Dorrego, se reunió un consejo de los miembros del gobierno y de otros principales de la camarilla, para determinar lo qué debería hacerse con el prisionero. En tal extremo decidieron su muerte’ Contesta Rosas: ‘Pienso lo mismo. El señor general Lavalle, lamentando su gravísimo error, quejoso y enfurecido contra los hombres responsables de la lista civil que lo habían impulsado al motín de diciembre y aconsejado la ejecución del ilustre Jefe Supremo del Estado. Me mostró en las conferencias de Cañuelas las cartas que tenía de aquellos, relativas a esos hechos. Entre ellas una del señor don Julián Segundo Agüero.’ (Documentos de la correspondencia de Rosas).
Las cartas de del Carril y Varela fueron conservadas por Lavalle que las mostró a Rosas en las entrevistas de Cañuelas, junto con el borrador del parte del fusilamiento de Dorrego redactado por Agüero (carta de Rosas a Josefa Gómez comentando el libro Historia de Rosas de Bilbao, recopilada por Lazarino, Juan Manuel de Rosas escribe su propia historia, y carta de Rosas a Roxas y Patrón del 25 de julio de 1869 publicada por Saldías). Muchos años después aparecieron entre los papeles de Lavalle, y el historiador Ángel Justiniano Carranza las publicó en La Nación en 1881 recopilándolas en un libro El General Lavalle ante la justicia póstuma (1886). El borrador de Agüero (que Rosas dice haberle mostrado Lavalle en Cañuelas) no fue publicado por Carranza. Tal vez el General Lavalle lo destruyó, por el carácter sacerdotal del remitente-. Todo esto demuestra el accionar entre penumbras de los que se decían ser “civilizados” y representar “la luz del progreso” contra la oscuridad del gauchaje federal.
Por lo visto, todo tipo de conjeturas que se hicieron en el momento e incluso mucho tiempo después, en realidad no deja de vislumbrar que la mano asesina del sector unitario se encontraba detrás de la orden de fusilamiento de Dorrego.
Una vez en manos de los hombres de Lavalle, Dorrego es conducido rumbo a Buenos Aires, que de inmediato entra en alboroto y por supuesto con el espanto del sector unitario que temía que la llegada del gobernador depuesto pudiera provocar un levantamiento federal. Es entonces que se decide enviarlo a Navarro, para estar en presencia del jefe golpista, que ni siquiera quiere verlo, ya que sabía que las cartas que habían escrito sus aliados unitarios deberían surtir efecto y por lo tanto quizás no se animaba a enfrentar al hombre que sería ajusticiado por incitación del unitarismo.
El ex ministro de Rivadavia, Salvador María del Carril -lo tragicómico, por así decirlo, es que quien aconsejaba dicho accionar, llegaría con los años a ocupar la vicepresidencia de la nación –bajo el gobierno de Urquiza- y varios cargos en los 3 poderes del Estado… un hombre el más puro riñón político argentino-, escribe a Lavalle al respecto una serie de cartas, en donde deja en claro su postura y la del sector a quien responde políticamente. En ellas deja incluso estampado un posible plan para “fraguar” actas de un supuesto juicio previo y así justificar el fusilamiento.
“12 de Diciembre de 1828.
Señor General Don Juan Lavalle.
Querido general: Dorrego preso en poder de escribano, escribe al ministro Díaz Vélez, lo que sigue: “Estoy prisionero en manos del jefe de este regimiento –Lavalle-. Marcho a Buenos Aires y le suplico tenga la bondad de verme antes de entrar allí… Daré indicaciones que podrán contener y cortar las cuestiones del día y a los que las sostienen”…
Ha escrito también a Brown; no sé qué le dirá. La noticia de la prisión de Dorrego y su aproximación a la ciudad, ha causado una fuerte emoción; por una parte, se emplean todos los manejos acostumbrados para excusar un escarmiento y que nuestras víctimas de Navarro queden sin venganza. No se sabe cuánto puede hacer el partido de Dorrego en este lance que se compone de la “canalla” más desesperada. Sin embargo, puedo anticipar, que si sus esfuerzos son impotentes para turbar la tranquilidad pública, son suficientes, para intimidar a las almas débiles de su ministro y sustituto Brown. Díaz Vélez, había determinado que Dorrego entrase a la ciudad. Pero yo, de acuerdo con Segundo de Agüero, le hemos dicho que, dando ese paso, abusaría de sus facultades, porque la naturaleza de tal medida coartaba la facultad de obrar en el caso al único hombre que debiera disponer de los destinos de Dorrego, es decir Usted, es decir, al que había cargado sobre sí la responsabilidad de la revolución; por consiguiente, el Ministro debía mandar a Dorrego, encaminado a donde está usted…
Ahora bien, general, prescindamos del corazón en este caso. Un hombre valiente no es vengativo ni cruel. Yo estoy seguro que usted no es ni lo primero ni lo último. Creo que es un hombre de genio, y no puedo figurármelo sin la firmeza necesaria para prescindir de los sentimientos y considerar obrando en política los actos, de cualquier naturaleza que sean, como medios que conducen o desvían de un fin.
Así, considere usted la suerte de Dorrego. Mire usted que este país se fatiga hace 18 años, en revoluciones, sin que una sola produjera un escarmiento. Considere el origen innoble de esta impureza de nuestra vida histórica y lo encontrará en los miserables intereses que han movido a los que las han ejecutado. El general Lavalle no debe parecerse a ninguno de ellos; porque de él esperamos más. En tal caso, la ley es que una revolución es un juego de azar en el que se gana hasta la vida de los vencidos cuando se cree necesario disponer de ella. Haciendo la aplicación de este principio de una evidencia práctica, la cuestión parece de fácil resolución. Si usted, general, la aborda así, a sangre fría, la decide; si no, yo habré importunado a usted; habré escrito inútilmente, y lo que es más sensible, habrá usted perdido la ocasión de cortar la primera cabeza a la hidra y no cortará usted las restantes; ¿entonces, qué gloria puede recogerse en este campo desolado por estas fieras?…. Nada queda en la República para un hombre de corazón.
(Carta sin firma)”
“14 de Diciembre de 1828.
Mi querido general:
La prisión del señor Dorrego, es una circunstancia desagradable, lo reconozco; ella lo pone a usted en un conflicto difícil.
Cualquiera sea el partido que usted tome, lo deja en una posición delicada; no quiero ocultárselo. La disimulación a más de ser injuriosa, sería perfectamente inútil al objeto que me propongo.
Hablo de la fusilación de Dorrego: hemos estado de acuerdo en ella, antes de ahora. Ha llegado el momento de ejecutarla, y usted que va a hacerse responsable de la sangre de un hombre, puede sin inconsecuencia, variar un acuerdo que le impone obligaciones, que a nadie debe usted ceder la facultad de pensar y distinguir.
Dejando a usted en toda la integridad de su libre albedrío, mi pretensión en esta crisis, se reduce a exigir que preste un maduro examen a la posición que ocupa: que la mida en toda su extensión; por el lado en que las esperanzas más bien fundadas se presentan, como son los pronósticos seguros de una prosperidad halagüeña, y por el lado en que la inconstancia de la suerte y la veleidad de los hombres y de los partidos, presentan, al que corre la carrera pública, el aspecto odioso de lo que se llama las vicisitudes de la fortuna.
Hecho el prolijo examen, estoy seguro que sin otro consejero que su genio, no fluctuará mucho tiempo sin decidirse por los deberes que ella le impone, según mi modo de ver.
Salvador María del Carril.”
15 de Diciembre de 1828.
Mi querido general Lavalle:
Hemos sabido de la fusilación de Dorrego. Este hecho abre en el país una nueva era y es el mayor servicio que ha podido hacerle. Todos confiesan que nadie era capaz de dar un paso tan enérgico; pero todos lo aplauden. Yo he observado bien lo que ahora expreso y se lo digo a usted sin objeto de lisonjearlo; hablo sin pasión: nunca anidé venganza en mi corazón; jamás mantuve la ira contra un ser humano dos minutos; pero deseando con vehemencia la felicidad de la patria, juraré siempre por el general Lavalle, su mejor servidor.Me tomo la libertad de prevenirle, que es conveniente recoja usted un acta del consejo verbal que debe haber precedido a la fusilación. Un instrumento de esta clase redactado con destreza, será un documento histórico
muy importante para su vida póstuma. El señor Gelly se portará bien en esto: que lo firmen todos los jefes y que aparezca usted firmándolo. Debe fundarse en la rebelión de Dorrego con fuerza armada contra la autoridad legítima elegida por el pueblo: en el empleo de los salvajes para ese atentado; en sus depredaciones posteriores; en el compromiso en que ha dejado la propiedad sobre las fronteras; en la seducción que trató de obrar en las fuerzas del comandante Angel Pacheco y del regimiento de Rauch; en el auxilio pedido a Santa Fe como debe constar por sus comunicaciones, etc., etc.
Salvador María del Carril.”
20 de Diciembre de 1828.
Mi querido general don Juan Lavalle.
Algunas palabras sobre la muerte de Dorrego: Ella no pudo ser precedida de un juicio en forma: 1º, porque no había jueces; 2°, porque el juicio es necesario, para averiguar los crímenes y demostrarlos, y porque de los atentados de Dorrego, se tenía más que juicio, opinión, de su evidencia existente y palpable, comprobada por muchas víctimas, por un número considerable de testigos espectadores y por su prisión misma. Sin embargo, vea usted cuál es mi duda:
¿No será conveniente dejar a los contemporáneos y a la posteridad, que los mismos esfuerzos que se hagan para suplir las formas, que no se han podido llenar o que eran innecesarias en el caso, mostrar una prueba viva del estado de la sociedad en que hemos tenido, usted y yo, la desgracia de nacer, y de la clase del malvado, que se ha visto usted forzado a restaurar la tranquilidad? ¿Y un acta que contuviese el complot; porque no quiero disminuir nada a la fuerza del término, de los jefes y comandantes de su división: hombres de diferentes circunstancias, independientes muchos; de sacrificar la cabeza de una facción desesperada, no cree que votando a unanimidad la muerte, no llenaría bien los dos objetos de mi pregunta anterior? Me hace fuerza la afirmativa, querido General.
Por lo demás, general, incrédulo como soy de la imparcialidad que se atribuye a la posteridad; persuadido de que esta gratuita atribución no es más que un consuelo engañoso de la inocencia, o una lisonja que se hace nuestro amor propio, o nuestro miedo, cierto como estoy, por último, por el testimonio que me da la historia, de que la posteridad consagra y recibe las deposiciones del fuerte o del impostor que venció, sedujo y sobrevivieron, y que sofoca los reclamos y las protestas del débil que sucumbió y del hombre sincero que no fue creído; juro y protesto que colocado en un puesto elevado como usted, no dejaría de hacer nada de útil por vanos temores.
Y si para llegar siendo digno de un alma noble es necesario envolver la impostura con los pasaportes de la verdad, se embrolla, y si es necesario mentir a la posteridad, se miente y se engaña a los vivos y a los muertos según dice Maquiavelo; verdad es, que así se puede hacer el bien y el mal; pero es por lo mismo que hay tan poco grande en las dos líneas.
Los hombres son generalmente gobernados por ilusiones. General, a usted no le gusta fingir, ni a mí tampoco y creo que por ningún punto se aproxima tanto la conformidad de nuestros caracteres como por éste, y así que usted fusilando a Dorrego y yo escribiendo, decimos verdades que aunque nos puedan acreditar de verídicos, no querríamos que se nos aplicasen, ¡voto a Dios! de ninguna manera.
Salvador María del Carril. (4)
No sería Del Carril el único instigador de la muerte de Dorrego, el devenido a poeta Juan Cruz Varela también haría de las suyas, desde su pluma, provocando a Lavalle a que se cargara sobre sus hombros la vida del derrotado en Navarro.
Señor don Juan Lavalle.
Por supuesto que ya sabe usted que Dorrego ha caído preso: en este momento están en consulta el ministro y Brown sobre si lo harán venir o no a Buenos Aires…..Después de la sangre que se ha derramado en Navarro, el proceso del que la ha hecho correr, está formado: esta es la opinión de todos sus amigos de usted; esto será lo que decida de la revolución¸ sobre todos si andamos a medias… En fin usted piense que 200 o más muertos y 500 heridos deben hacer entender a usted cuál es su deber…. Este pueblo espera todo de usted, y usted debe darle todo. Cartas como estas se rompen (la negrita nos pertenece) y en circunstancias como las presentes, se dispensan estas confianzas a los que usted sabe que no lo engañan, como su atento amigo y servidor…
Ahora Lavalle era amo y señor de la vida de Dorrego, es así que no permite que el gobernador depuesto se entreviste con él y ordenó que se lo intimara a que en una hora sería fusilado, desoyendo pedidos de algunos que todavía tienen la esperanza de salvar la vida de Dorrego.
En medio de estos oscuros manejos en torno a la vida de un hombre, éste es informado, con toda cortesía, sobre su envío a Navarro. El Ministro General de la gobernación de Lavalle, Díaz Vélez -esta correspondencia fue conocida cincuenta años después de los sucesos, y su publicación se debió a Ángel J. Carranza, que la dio a conocer en su obra sobre Lavalle- se encarga de hacerlo, confiando de buena fe que sus intenciones serán cumplidas. Tanto Brown y Díaz Vélez, aunque amigos de Dorrego, debieron contemporizar con los enemigos del “caudillo feroz” –según palabras del propio Varela-, pero por lo menos intentan dar la posibilidad de una alternativa que le salvara la vida
“Mi querido amigo
Consultando los deseos de usted manifestados en carta al señor gobernador delegado, se ha resuelto que vuelva a Navarro a presentarse en el cuartel general. Espero que usted obtendrá lo que desea, y a esto tienden nuestros esfuerzos. Aquí han estado su hermana y sobrinas; las he consolado y haré otro tanto con mi señora Angelita. No debe dudar un momento de la amistad del que es su siempre seguro amigo”.
José Miguel Díaz Vélez (6)
El coronel Dorrego se halla preso, y al gobierno delegado no le ha parecido bien que se introduzca su persona en esta Capital, por la agitación que se ha sentido en ella luego que se anunció su captura; en consecuencia, se ha mandado lo conduzca con toda seguridad el teniente coronel Escribano al punto donde usted se halle con el ejército.
La carta original de Dorrego que incluyo a usted le informará de sus deseos de salir a un país extranjero, bajo seguridades. Mi opinión a este respecto, como particular, está de conformidad, pero asegurando su comportación de no mezclarse en los negocios políticos de este país, con una fianza de doscientos a trescientos mil pesos de que responderán sus amigos en debida forma, antes de permitir su embarco por la Ensenada. Esta es mi opinión privada, mas usted dispondrá lo que considere mejor, para asegurar los grandes intereses de la provincia; quedando su muy atento amigo y servidor Q. S. M. B.
W. Brown
Adición: La carta marchará mañana por haberla dejado en mi casa (7)
Incluso el Ministro Díaz Vélez escribió a Lavalle para informarle que había recibido la visita de los cónsules John Murray Forbes, Woodbine Parish y Juan de Mendeville, de los Estados Unidos, Inglaterra y Francia, respectivamente. Cada uno le había solicitado separadamente salvar la vida del ex gobernador:
“Yo estoy persuadido, mi amigo, que Dorrego no debe morir… Dorrego debe salir inmediatamente sin tocar en el pueblo, extrañado perpetuamente, dando garantías que podrán prestarlas los mismos mediadores, u otros, y privado también de la ciudadanía. Esto es digno, más que fusilarlo… Concluyo este desagradable asunto rogándole abrace el partido que le indico. Cual va vertido, es opinión mía sola, sola y sin consulta…” (8)
Continúan afluyendo cartas sobre Lavalle. Sus amigos temen que rehúya el cumplimiento de lo convenido. Lo saben generoso y caballeresco, y es necesario impedir una debilidad suya para con el preso y tenían sus razones, pero los consejos de los hombres del unitarismo serán más fuertes y no se correrá un ápice de lo convenido cuando se fue gestando el Golpe de Estado, sin dudas se vio fuertemente influenciado por “los hombres de casaca negra” y la suerte de Dorrego no cambiaría.
Un fragmento de la misiva de Juan Estanislao Elías a su hermano Ángel narrando los sucesos que llevaron al trágico fin es el mejor de los testimonios, este y el de su compadre Gregorio Aráoz de Lamadrid; del primero se extrae el siguiente argumento:
“[…] Cerca de las dos de la tarde hice detener el carro frente a la sala que ocupaba el general Lavalle, y desmontándome del caballo fui a decirle que acababa de llegar con el coronel Dorrego.
El general [Lavalle] se paseaba agitado a grandes pasos y al parecer sumido en una profunda meditación, y apenas oyó el anuncio de la llegada de Dorrego, me dijo estas palabras que aún resuenen en mis oídos después de cuarenta años:
Vaya usted e intímele que dentro de una hora será fusilado.
El coronel Dorrego había abierto la puerta del carruaje y me esperaba con inquietud. Me aproximé a él conmovido y le intimé la orden funesta de que era portador.
Al oírla, el infeliz se dio un fuerte golpe en la frente, exclamando: ¡Santo Dios!
Amigo mío, me dijo entonces, proporcióneme papel y tintero y hágame llamar con urgencia al clérigo Castañer, mi deudo, al que quiero consultar en mis últimos momentos. […] Como la hora funesta se aproximaba, el coronel Dorrego me llamó y me dio las cartas, una que todo el mundo conoce, para su esposa, y la otra de que yo solo conozco su contenido, para el gobernador de Santa Fe don Estanislao López.
Ambas cartas se las presenté al general Lavalle, quien sin leerlas me las devolvió, ordenándome que entregase la dirigida a su señora y que a la otra no le diera dirección” (9)
Lamadrid escribiría a la mujer de Dorrego, comunicando su muerte, en donde también se advierte que lo acompañó hasta último momento, aunque no sería testigo del fusilamiento de su compadre.
“Navarro, Diciembre 13 de 1828.
Sra. Doña Angela Baudrix
De mi mayor aprecio:
Con el comisario D. Pedro Casarino, remito a disposición de Ud. unos apuntes que me entregó antes de morir mi desgraciado Compadre, para que los pusiera en manos de Ud. Lleva también una memoria que me encargó entregase a la hija menor, y unos tiradores para la mayor para que ambas piezas las conservasen en memoria de su Padre, y para Ud. su chaqueta, que me entregó pidiéndome la que yo tenía puesta para morir con ella.
El poncho que también remito me dijo era de su hermano, el Sr. Don Luis, y otros encargos particulares que me hizo se los comunicaré a nuestras vistas.
Yo compadezco a Ud. Señora y le acompaña en su sentimiento su atento S.S.Q.S.P.B.
Gregorio Aráoz de Lamadrid” (10)
El propio Dorrego dirigiría varias cartas a familiares, amigos e incluso al gobernador López, sabiendo ya que su hora había llegado

“(…) Mi querida Angelita:
En este momento me intiman que dentro de una hora debo morir; ignoro por qué; más la Providencia divina, en la cual confío en este momento crítico, así lo ha querido. Perdono a todos mis enemigos y suplico a mis amigos que no den paso alguno en desagravio de lo recibido por mí.
Mi vida: Educa a esas amables criaturas: sé feliz, ya que no lo has podido ser en compañía del desgraciado”
“Mi vida:
mándame a hacer funerales, y que sean sin fausto. Otra prueba de que muero en la religión de mis padres, tu Manuel
Todos los documentos de minas en compañía de Lecoc están en la cómoda vieja; que Lecoc sea dueño de todas y dé a mi familia lo que tuviese a bien.
Que Fortunato te entregue lo que a conciencia crea tener mío.
Calculo que Azcuénaga me debe como tres mil pesos.
José María Miró, mil quinientos.
De los cien mil pesos de fondos públicos que me adeuda el Estado, sólo recibirás las dos terceras partes; el resto lo dejarás al Estado.
A Manuela, la mujer de Fernández, les darás trescientos pesos.
A mis hermanos, y demás coherederos, debes darles o recabar de ellos como mil quinientos pesos, que recuerdo tomé de mi padre y no he repartido a ellos.
Señor gobernador de Santa Fe don Estanislao López.
Mi apreciable amigo: En este momento me intiman a morir dentro de una hora. Ignoro la causa de mi muerte; pero de todos modos perdono a mis perseguidores.
Cese usted por mi parte todo preparativo, y que mi muerte no sea causa de derramamiento de sangre. Soy su afectivo amigo. (11)
Las cartas vuelan, son intercambios epistolares que llegan a destiempo, pidiendo algunas de ellas una súplica imposible, hostigando hasta el hartazgo la muerte de Dorrego, en otras… estas últimas pidiendo ser “quemadas”, para que los hombres de chaquetilla negra” no queden involucrados en el asesinato, en el fusilamiento sin juicio previo, para que se lleve a cabo lo que siempre hicieron, hostigar la muerte de sus enemigos, pero sin ser ellos los que mancharan de sangre sus manos. Posteriormente se verá que los mismos que empujaron a Lavalle a fusilar a Dorrego, le darían la espalda, una vez caído en desgracia éste. Nada ha cambiado con el paso del tiempo, desde las sombras fustigan, conspiran y se suman a todo movimiento desestabilizador de un gobierno que puede estar apoyado en bases populares, porque son esas mismas bases las que se tornan peligrosas para sus negocios y manejos políticos.
Hasta que llega la última comunicación en donde se comunica lo inevitable, el motivo que llena de felicidad y algarabía al sector portuario encaramado en el Partido del Orden; la conspiración unitaria había cobrado su máxima víctima y se había hecho que el más preciado trofeo, el mismísimo gobernador Dorrego… las palabras proféticas de Agüero habían sido ciertas.
“13 de diciembre de 1828
Señor Ministro:
Participo al gobierno delegado que el coronel don Manuel Dorrego acaba de ser fusilado por mi orden al frente de los regimientos que componen esta división.
La historia, señor ministro, juzgará imparcialmente si el coronel Dorrego ha debido o no morir; y si al sacrificarlo a la tranquilidad de un pueblo enlutado por él, puedo haber estado poseído de otro sentimiento que el del bien público.
Quisiera persuadirse el pueblo de Buenos Aires, que la muerte del coronel Dorrego es el sacrificio mayor que pueda hacer en su obsequio.
Saludo al señor ministro con toda atención
Juan Lavalle” (12)
El relato del General Gregorio Aráoz de Lamadrid sobre el fusilamiento de Dorrego, en sus memorias es por demás de elocuente, detallado y debo decir, desgarrador.
Quizás se pregunten porque me empeño a dar a conocer estos detalles, quizás lo hago para que comprendan que detrás de la mano asesina siempre hay un “guante blanco” que no se quiere manchar de sangre, que viste y hasta tiene rico perfume, que habla en nombre de la “civilización” y con su pluma busca convencer que en sus palabras están almacenadas las verdades del progreso y la fórmula para terminar con la barbarie de todo lo que se acerque o asemeje al pueblo…Me remito a Lamadrid que tuvo una destacada labor dentro de las luchas por la independencia, pero también en las guerras civiles, siendo partidario del unitarismo, mantuvo una amistad –siendo compadre- con Dorrego y varios hombres del federalismo. Lo que demuestra que los que justificaron la muerte del desgraciado gobernador siguieron maquinando para que las espadas del unitarismo aniquilara de la faz de la tierra los ideales federales,
primeramente intrigando con el Brasil –Rivadavia, Pueyrredón, García-, después buscando en Lavalle, el “León de Riobamba” a la “espada asesina” o para como se lo conoce en la actualidad “Espada sin cabeza” que diera el Golpe de Estado al gobierno federal que se había hecho cargo de los desastres de “la feliz experiencia” rivadaviana. Lo triste es que hoy en día esa historia mitrista, de Calendario Escolar, siga rescatando como patriotas a personajes que deberían haberse perdido en la memoria de la historia…
“Antes de llegar preso a Navarro, dicho gobernador, habiame dirigido una esquela escrita con lápiz, me parece que por conducto de su hermano Luis, suplicándome que así que llegara al campamento le hiciera la gracia de solicitar permiso para hablarle antes que nadie. Yo sin embargo del desagradable recibimiento que dicho gobernador me había hecho a mi llegada de las provincias, no pude dejar de compadecerme por su suerte y el modo como había sido tomado: pues aunque tenía sus rasgos de locura y era de un carácter atropellado y anárquico, no podía olvidar que era un jefe valiente, que había prestado servicios importantes en Ia guerra de nuestra independencia; y en fin, que era mi compadre, además.
En el momento de recibir dicha carta o papel, fui y se la presenté al general Juan Lavalle a solicitar su permiso para hablar con el señor Dorrego así que llegara. Dicho general, impuesto de ella, me permite verle así que llegara y lo hice en efecto, al momento mismo de haber parado el birlocho en medio del campamento y puéstosele una guardia. Subido yo al birlocho y habiéndome abrazado, díjome: «Compadre, quiero que usted me sirva de empeño esta vez para con el general Lavalle, ¡a fin de que me permita un momento de entrevista con el! Prometo a usted que todo quedará arreglado pacíficamente y se evitará la efusión de sangre, de lo contrario, correrá alguna! ¡No lo dude usted!». «Compadre, con el mayor gusto voy a servir a usted en este momento», le dije, y me baje asegurándole que no dudaba, lo conseguiría. Corrí a ver al general, hícele presente el empeño justo de Dorrego, y me interesé para que se lo concediera; mas viendo yo que se negó abiertamente, le dije: «Que pierde el señor general con oírlo un momento, cuando de ello depende, quizá, el pronto sosiego y Ia paz de la provincia con los demás pueblos?». «!No quiero verle, ni oirlo un momento!»
(…) Llegado a mi alojamiento me quite la chaqueta, púseme la casaca que tenía guardada, acomode los presentes de mi compadre y su carta en mi valija, y volví al carro. Estaba ya con el cura o no recuerdo que eclesiástico, y al entregarle mi chaqueta dentro del carro me reconvino porque no me había puesto la suya, y habiéndole yo respondido que tenía esa casaca guardada, me hizo las más fuertes instancias para que fuese a ponerme su chaqueta y regresara con ella; me fue precise obedecer y regrese al instante vestido con ella y después de haberle dado un rato de tiempo para que se reconciliara, subí al carro a su llamado.
Fue entonces que me pidió le hiciera el gusto de acompañarle cuando lo sacaran al patíbulo. Me quedé cortado a esta insinuación, y hube de vacilar, contéstele todo conmovido denegándome pues no tenía corazón para acompañarle en ese lance. «¿Porque, compadre?, me dijo con entereza. ¿Tiene usted a menos el salir conmigo? ¡Hágame este favor, que quiero darle un abrazo al morir!»
«No, compadre, le dije, con voz ahogada por el sentimiento; de ninguna manera tendría yo a menos el salir con usted. Pero el valor me falta y no tengo corazón para verle en ese trance. ¡Abracémonos aquí y Dios le de resignación!» Nos abrazamos, y baje corriendo con los ojos anegados por las lágrimas. Marche derecho a mi alojamiento, dejando ya el cuadro formado. Nada vi de lo que pasó después, ni podía aun creer lo que había visto. ¡La descarga me estremeció, y maldije la hora en que me había prestado a salir de Buenos Aires!” (13)
Sin espantar a nadie agrega que “Lavalle debiera degollar a cuatro mil”. Una locura homicida se apodera de los más dignos militares unitarios.
Para no dejar dudas de la instigación unitaria para llevar a la muerte a Dorrego, Del Carril busca la manera de justificar la atrocidad cometida y no solo eso, sino de dar riendas sueltas a una continua casería de “salvajes” federales, imponerse de manera violenta en nombre de la “civilización sobre la barbarie”. Es una manera directa de ignorar al verdadero pueblo y hacerlo con desprecio, todo en nombre de la “civilización” que decía representar y que en nombre de ella cometieron el mayor de los crímenes de Estado.
“(…) Dos líneas y no más, querido general.
Si usted pudiera en un instante volar al Salto, Areco, Rojas, san Nicolas y Lujan, dar la mano a todos los paisanos y rascarles la espalda con el lomo del cuchillo, haría usted una gran cosa; pero si usted pudiera, multiplicándose, estar en la capital, haría una cosa soberana. Es necesario que vuele, que quiera usted que se le haga una entrada bulliciosa y militar; porque la imaginación móvil de este pueblo, necesita ser distraída de la muerte de Dorrego, y para esto basta bulla, ruido, cohetes, músicas y cañonazos. Por otra parte, el gobierno necesita ya más regularidad, y las ranas empiezan a treparse sobre el Rey de palo, o el frasco de esencia a disiparse. En estos primeros momentos no se debe perder oportunidad de hablar a la imaginación, y la rapidez de los movimientos del que manda habla muy alto en las orejas de los que le temen en todas partes.
(…) Mucha gentuza a las honras de Dorrego; litografías de sus cartas y retratos; luego se trovará la carta del desgraciado en las pulperías, como las de todos los desgraciados que se cantan en las tabernas. Esto es bueno; porque así el padre de los pobres será payado con el capitán Juan Quiroga y los demás forajidos de su calaña. ¡Qué suerte vivir y morir indignamente y siempre con la canalla! Un amigo del general A. [Alvear] le decía el otro día en sociedad: «el general Lavalle descubre en sus partes un buen talento, grandeza de alma, elevación en sus sentimientos, y un carácter convenientemente firme y reposado…» ¡hombre! respondió él; ¿también usted se engaña con palabras? No: se le contestó; arrojar a Dorrego, batirlo y fusilarlo son palabras, que en su caso, no querría usted recibirlas ni por cumplimiento. Usted se ha engañado, general, sobre el carácter y capacidad de L. [Lavalle] y le demostró; se le encargó que tuviera juicio, y que se cuidara mucho de habérselas con un hombre, que había hecho algo más que mandar escribir el Liberal que no es más que palabras. Me parece que se ha de aprovechar del consejo porque ha sido encarecido. Sé que se lo ha dado también G. [Gallardo] y Vázquez. Basta por hoy; veremos otro día si hay que charlar. General: no crea usted que exigiese que perdiera su tiempo en contestarme; es bajo de este pie, que me había tomado la confianza de escribirle e importunarlo, y en esta inteligencia que usaré de la libertad que usted me da de continuar escribiéndole. Deseo que tenga usted una vehemencia tenaz en la obra comenzada. Salud y fortuna. Adiós, querido general.
S. M. con atención su afectísimo amigo y servidor. Salvador María del Carril (14)
Son los “ilustrados” del Partido del Orden” que buscan imponer la civilización a palos, sangre y cuchillos; los antiguos dueños del poder resentidos por el liderazgo de Dorrego y el pueblo en Buenos Aires, se dedican a “adoctrinar” por medio del terror a los que los habían desplazado del poder, y así las escenas de terror se multiplican.
Juan Apóstol Martínez, un héroe de la Independencia, recorre el campo matando gauchos a los que hace cavar sus propias tumbas; a veces los ata a la boca de, los cañones para destrozarlos con la metralla. Estomba, otro héroe de la Independencia, mata de esa manera al mayordomo de la estancia “Las Víboras” de Anchorena sólo porque no puede decirle dónde se encuentra Rosas; el Coronel Rauch –que tanto había odiado a Dorrego- ajusticia a prisioneros a hachazos y así llegan a ser asesinadas en poco tiempo más de mil personas, incluso niños de apenas 7 años, por el solo hecho de llevar la divisa federal; es más en 1829 las muertes superan a los nacimientos y por ende, son obligados al autoexilio muchos líderes del federalismo: Juan Ramón Balcarce, Enrique Martínez, Tomás y Juan José Anchorena –primos de Rosas-, Felipe Arana, Vicente Maza, Victorio García Zuñiga, Manuel Hermenegildo Aguirre y otros.
Como dije en un principio, en tiempos de magnicidio, donde muchos ahora son especialistas en ellos, donde saben de armas, atentados y demás yerbas, bueno está sumergirse cada tanto en algún libro de historia y ver que, muchas veces todo va más allá de un meme…
En estos tiempos, que todo es más difícil y donde los odios están cada vez más exasperados, deberíamos comprender que los que creíamos como salvadores de la patria, tipo Del Carríl, Rivadavia, Mitre –escribiendo posteriormente, para justificar sus accionares-, o Rauch, no eran más que pendencieros, que desde el poder instigaron y alentaron a una “espada sin cabeza” a cometer uno de los primeros magnicidios de nuestra historia.
Citas:
- Bernasconi, Eduardo Guillermo; “La Patria Vieja. Historia de un destino frustrado. Tomo I”; Dunken; Bs. As.; 2016; pagina 340. Citando a Rosa. José María; “Historia Argentina, ‘Tomo 3: La independencia (1812-1826) y Tomo 4. Unitarios y federales (1826-1841)», Buenos Aires, Ed. Oriente, 1992; página 91
- Zito Lema, Vicente e Ignacio Funes; “Treinta voces en torno a la muerte de Manuel Dorrego”; Revista Crisis N° 33; Buenos Aires, Enero de 1976; páginas 11 y 13
- Ídem
- Fuente de las cartas: 1972. Haydée Gorostegui de Torres y Ricardo R. Figueira en, “El fusilamiento de Dorrego. Varela y Del Carril: Cartas Que después de leídas se rompen”. Cuaderno nº 1. Colección “Documentos de Polémica. Páginas 1, 5, 19, 24, 25, 26,28. Centro Editor de América Latina.
- Palermo; Pablo; “Guillermo Brown. Gobernador Delegado de la Provincia de Buenos Aíres (1828-1829); Boletín del Centro Naval 852 – Septiembre/Diciembre de 2019; páginas 279
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- Ídem
- Carta de José Miguel Díaz Vélez a Juan Lavalle, 13 de diciembre de 1828, en “Carril, Bonifacio Del, Lavalle y Carril: historia viva de una amistad inquebrantable”, 1era edición., Buenos Aires, Emecé Editores, 1998, pp. 120-121, Biografías y memorias
- Dorrego, Manuel, 1787-1828. (1828). Copia de la carta de Manuel Dorrego a su esposa Angela Baudrix (Carta). Instituto de Historia Argentina y Americana «Dr. Emilio Ravignani». Documentos del Brigadier General Juan Facundo Quiroga (1815-1876) – Archivo General de la Nación Argentina. Documentos Escritos. Fondo Biblioteca Nacional. Legajo 251. (Todos los fragmentos de las cartas corresponden a la misma cita bibliográfica)
- Ídem
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- Ídem
- Aráoz de Lamadrid, Gregorio, Memorias del General Gregorio Aráoz de Lamadrid, Buenos Aires, Editorial Kraft, 1895, Vol II, pp.389:392
- Carranza, Ángel; “El General Lavalle ante la justicia póstuma”; Buenos Aires. Editorial Igon, 1886, pp.57:63


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