Hace algunas semanas escribía sobre «el delito universal», o sea, determinar que una conducta habitual es delito para después sancionarla arbitrariamente, con lo que en la práctica el delito de hecho pasa a ser aquella conducta sobre la que el «árbitro» (la justicia, inspectores, policía, quien sea) realmente discrimina a quien aplica o no la sanción. En éstos días vivimos hechos que encuadran en esa situación respecto a las fiestas de Fernández en Olivos o Carrió en Exhaltación, situación que se podría traducir a aquella máxima injustamente usada sólo cómo crítica al comunismo: «todos somos iguales pero algunos somos más iguales que otros».
Sucede que todo país basado en los principios de la Revolución Francesa (o sea, como mínimo los americanos y europeos) contempla que sus ciudadanos son iguales ante la ley, que todos tienen los mismos derechos. En todos eso es en mayor o menor medida letra muerta, una declaración de principios, una utopía. El problema se da cuando por encima de esos principios construimos un país suponiendo que ese ideal se cumplió. Nunca debiéramos caer en semejante confusión: los ideales no pueden darse por cumplidos porque son inalcanzables, son nortes en brújulas, no hitos.
Pareciera obvio, sin embargo la mismísima y harto analizada Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo hablaba en su redacción finalmente no aprobada (el proyecto de 2018) de «salud físicopsicosocial» de la persona gestante como criterio para evaluar si establecía o no plazos. Si googleamos el término para saber que abarca nos encontramos con al definición de «salud integral» de la persona según la OMS, planteada ésta en su más amplio criterio como ideal de salud. O sea, hay plazos si el ideal de salud no se ve afectado, sería el resultante de reemplazar el concepto por su definición pero, ¿alguien en su sano juicio puede dictaminar que con claridad un embarazo no afecta la salud física, psíquica o social de alguien? Sería insensato. De hecho, ya el tener que comprometer la rutina de trabajo para llevar la gestación a término es sin duda un impacto en la «salud social» de la persona y aún si hubiera voces que no concordaran con esto tendrían que admitir que es un criterio subjetivo muy susceptible a múltiples interpretaciones. En conclusión, lo que sucede es que quien tenga el poder de que la justicia (o quien sea) le reconozca que su salud se ve afectada ignora los plazos y quien no puede lograr eso que se joda. O sea, unas personas más iguales que otras. Dicho sea de paso, el proyecto aprobado dice «si estuviere en peligro la vida o la salud integral de la persona gestante», no mucho mejor que lo anterior.
El ejemplo ilustra en un caso muy puntual una generalidad: la ley está llena de contradicciones, excepciones y también pésimas redacciones que generan que quien tiene poder a menudo pueda ignorarlas y quien no lo tiene no. Sobre eso tenemos encima que así la ley sea clara hay a quienes es muy difícil aplicársela y peor aún que las leyes muchas veces benefician (por buenos, malos o debatibles motivos) a cierta gente por sobre otra.
En el caso de la cena de Olivos, pasa lo mismo que con todos los catalogados como «personal esencial» tenían permiso para circular y era absolutamente incontrolable si lo hacían por trabajo o placer. Las únicas medidas que realmente restringían eran las limitaciones de acceso al transporte y los controles al transito particular. Es bastante evidente que el control sobre el pobre es mucho más sencillo que sobre el poderoso: a uno se le deshabilita la SUBE, al otro hay que cazarlo in fraganti y sin excusas válidas. La foto de Olivos es eso: poderosos in fraganti y sin excusa válida, por eso indigna y hasta duele, porque es «contar plata delante del pobre», ver como eso que sabemos que sucede ni siquiera se hace con el respeto al prójimo de que no nos enteremos, como si tu pareja no sólo tiene una doble vida sino que sube las fotos a Facebook. Luego surge la noticia de la fiesta de Carrió y la respuesta es muy curiosa: en ese lugar y al aire libre podía juntar setenta personas y unos mariachis. Curiosa porque exhibe un debate legalista interesante: yo digo que está bien porque siendo una persona con poder (en la fiesta había varios diputados y diputadas) hay una ley que hace que esto se permita. Curiosa porque incluso por sobre esa ley se pidió a los asistentes un PCR negativo (dicen), lo que desliza que entendían que había un riesgo, pero sobre todo, curiosa porque ya a esta altura todo político debiera saber perfectamente como funciona un grafo de propagación de contagios y en consecuencia que la peor idea que podés tener es juntar a mucha gente con alta exposición pública (muchos contactos muy diversos), al margen de entender que un PCR negativo no garantiza nada. Insisto, no recuerdo si una fiesta así era legal, aunque si recuerdo que había límites de asistentes y pedidos de evitar todo contacto no esencial previo a Navidad, casi la misma fecha, lo que expone ese problemita que podríamos llamar «legalismo» y que, por ejemplo, Alem, fundador del partido que fue cuna de Carrió despreciaba profundamente: si la ley está mal, no se defiende la ley sino su cambio, decía.
Entonces, queda un panorama muy claro: el debate planteado es sobre si la ley se cumple o no, el que se evita es sobre si los mecanismos y conductas son justos o no, si es aceptable que una persona pueda hacer una fiesta mientras mucha otra gente no puede juntar veinte para navidad porque no tiene acceso a esos recursos.
No me interesa profundizar en esos casos, simplemente tienen alta visibilidad y son buenos ejemplos de aquello de la supuesta igualdad ante la ley. O sea, aún si lo de Lilita fuese legal, la traducción sería: toda persona con acceso a una estancia tiene derecho a una fiesta grande. Esa igualdad se basa en una estructura de «si X entonces Y», donde X es una condición a satisfacer e Y un beneficio. Mucho en nuestra sociedad funciona así, casi todo. La igualdad se plantea como un «si X entonces Y» así no todos tengan X, incluso si muy pocos lo tienen. Ejemplo simple: tenemos derecho al libre tránsito… siempre que podamos pagarlo. «¡Pero lógico! ¡Qué querés!» dirá alguien. No quiero nada, simplemente modelo la realidad, el derecho Y es para quien alcanza la condición X, un derecho universal sólo lo es cuando la X es universalmente alcanzable. O sea, si viajar tiene un costo que todos podemos afrontar, es universal, si no, no lo es, si el costo es prohibitivo para la mayoría, es un privilegio de elites disfrazado de derecho universal. Lo mismo vale para cuestiones mucho más vitales como comer, salud, estudiar, etc, etc, etc.
Nuevamente, algo que debiera ser obvio no lo es. De hecho es muy común que algún candidato o candidata habla de propiciar la «igualdad de oportunidades» usando un concepto más bien engañoso: ¿se refiere a que todos podamos satisfacer X y así acceder a Y o a que todos tengamos OPORTUNIDAD de satisfacer X, siendo X un premio por competencia o suerte? Igualdad de derechos no es lo mismo que igualdad de oportunidades. Una rifa da igualdad de oportunidades pero pocas personas ganan y muchas pierden.
La cosa no hace sino empeorar cuando la condición X implica características innatas o sobre las que no se tiene gran elección (sexo, sexualidad, etc, etc). Esto no se limita a discriminación contra la mujer u homosexuales (por dar dos ejemplos emblemáticos) sino que incluye cuestiones tan diversas como la prohibición a relaciones de pareja en ámbitos de trabajo, o sea, si dos personas se sienten atraídas pero trabajan juntas, para no perder ese derecho a Y (trabajo) deben ignorar sus sentimientos (que incumplirían el contrato X) o vivirlos clandestinamente.
Tan amplio es el asunto que partiendo de fiestas pandémicas poco nos cuesta llegar a Afganistán, donde mucha gente apela al criterio de «sólo hablemos de lo peor» aún cuando el todo es terrible. Porque ciertamente la mujer es profundamente perjudicada por la sharia, que retrotrae sus derechos en el orden de siglos, pero desde una visión más amplia es igualmente inaceptable la intolerancia a quien decida que no quiere vivir su vida de acuerdo a un credo (propio o, aún peor, ajeno). En ese caso el X entonces Y también aplica, pero los X pasan a ser conductas a evitar y los Y castigos. Reformulando el ejemplo de los amantes en el trabajo, X sería su romance e Y el despido (o renuncia voluntaria de uno de ellos). Nuevamente, cuando la condición X alcanza los límites de lo innato o lo intimo (con quien tener sexo, el propio sexo de uno o una) es cuando la opresión se magnifica.
Nótese que hablo de sexo y no de género, porque el sexo es biológico y el género es social. O sea, el sexo no se elige, el género tampoco pero puede intentar pseudoimponerse mediante el castigo a la disidencia, lo que al igual que en el ejemplo de los amantes no hará que sus sentimientos cambien, pero si que no puedan expresarlos.
En síntesis, debemos comprender que la igualdad es una utopía, una lucha constante, dejar de tomarla como un hecho y pasar a esa construcción constante que nos propone como meta utópica, camino en el cual intentamos universalizar todos los X necesarios para los Y esenciales y, en segundo término, que los Y no esenciales estén cómo mínimo al alcance de todos los X tales que ese X incluye condiciones innatas o sobre las que no tenemos mayor decisión. Dicho en términos más simples: que todos y todas contemos con necesidades básicas satisfechas y que el acceso a todo derecho no esencial no dependa de sexo, género, etnia ni ningún factor sobre el que no hay elección (o sea, eliminar la discriminación) salvo cuando ese factor sea imprescindible de forma insalvable para ejercer el derecho (ejemplo, parir sin útero es imposible).
La igualdad es un constructo integral que no se limita a que se cumpla la ley, incluye que la ley sea justa y que todo el mundo sienta la igualdad como ideal y actúe de forma justa aún cuando la ley omite o no puede controlar.
La igualdad es sin duda un sueño, pero es uno por el que vale la pena pelear.
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