Lo que creemos se confunde con lo que deseamos.
Lo que somos se mezcla con el ¿para qué estamos?
El cuentacuentos miró siempre alrededor suyo como espectador, exprimiendo la realidad para armar historias que relatar. De esas observaciones concluyó que todos tenemos un destino. Algunas veces es uno grande, otras veces uno pequeño, casi imperceptible, pero no por ello menos importante. Es que no todos estamos en esta vida para ser personalidades destacadas y conocidas por millones. Algunos, tienen designado ser las alas del efecto mariposa.
El cuentacuentos se ufanaba, pero solo para sí, encontrar ese designio en las personas que iba conociendo.
El cuentacuentos llegó cansado, de esas cosas que cansa la vida, a una nueva ciudad. De tanto contar las historias de otros, tenía que reconstruir la suya. Pedazos olvidados, fueron uniéndose como ladrillos con el cemento de los nuevos amores y afectos. Personas desconocidas abrieron las puertas de sus casas y le dieron la bienvenida. Nuevas historias nacieron. Relatos renovados. Personajes con una riqueza nacida de las vidas comunes, pero cargadas de emociones, pasiones, odios y amores. El cuentacuentos creyó que había encontrado el cofre con el tesoro de la inspiración. Sobre todo cuando conoció a La Matriarca.
A los pocos meses de establecido en su nueva ciudad, el cuentacuentos, estrenando familia, fue conociendo las raíces de las personas. Entre ellas a la abuela, en realidad la bisabuela. Una mujer con el ímpetu de la juventud intacta en una cascara de unos pasados ochenta años. Lo primero que descubrió en ella era su fascinación, o necesidad por contar su historia. Así en cortas charlas en almuerzos y cenas familiares, con relatos entrecortados y mesclados de su niñez y las de sus nietos, el cuentacuentos fue descascarando al personaje para conocer a la persona.
La dura niñez que inicio en los años treinta, en las afueras de un pequeño pueblo en Entre Ríos, y de su llegada a la ciudad donde formaría su familia, fueron relatos reiterados. Aunque algunos detalles variaban entre un día y otro. Lo que para muchos sería criticable, o fantasioso, para el cuentacuentos era algo admirable. Los matices de los relatos, de cómo consiguió su primer trabajo como empleada doméstica y lo cambió por el de operaria en un frigorífico. Su hijo fruto de una pasión y los hijos de otro criado como propios.
De cómo levantó su casa y con mano firme pero con amor incondicional crió a sus nietos. Marcando a fuego el carácter de cada uno. Tanto, que los tres mayores la veneraban como madre-abuela.
Orgullosa como muchas, sentada en la cabecera de la mesa hizo reír con sus ironías al cuentacuentos en más de una cena.
La matriarca protegió a propios y ajenos. Cuidó de su hijo y de las madres de sus nietos. Marcó destino y condicionó las relaciones. Ella creaba, aplicaba, y daba las excepciones a las reglas.
Quienes se atrevieron desafiarla, debieron doblegar y bajar la cabeza. Su humilde castillo era suyo, y para entrar se debía seguir el juego de roles, donde ella era quien dirigía. Después de todo era la matriarca.
En su vida vio los cambios de época. Desde los carros tirados con bueyes y caballos, a los autos de comando por voz. De caminar kilómetros para asistir a la escuela, escribiendo con un único lápiz negro. A cuidar de sus bisnietas mientras juegan con tabletas electrónicas y teléfonos celulares.
Las pocas tradiciones, eran muy valiosas. Los pastelitos para su nieto mayor, los ravioles caseros para las reuniones familiares, y el asado preparado por ella, y solo ella. Es que nadie podía usar su parrilla. Su propia ley la obligaba a ser completa anfitriona.
Creyeron que era odio lo que sentía por algunas personas, cuando en realidad lo que pasaba por su corazón era el temor a la repetición de errores.
Su reinado se basó siempre en la protección de los suyos. Ser admitido en su círculo pasaba por respetarlos. Comprendió que debía aceptar a los suyos por sus decisiones, aunque para otras épocas hubieran sido escandalosas. No las comentaba, pero las conocía. Así se lo insinuó al cuentacuentos, acordando ambos, en esa charla de que “cada uno vive como puede y no siempre como quiere”.
El cuentacuentos aprendió a saludarla como a ella le gustaba. Con dos besos, uno en cada mejilla.
Para sus bisnietas era su abuela, como si el árbol genealógico intermedio fuera accesorio. Así de fuerte su presencia y personalidad.
Su bisnieta mayor, como muchas niñas, convencida de que el argumento de la película “Coco” es real, cree que el recuerdo de quienes dejaron este mundo los mantiene vivos. Por ello, el día que la matriarca partió, el cuentacuentos entendió que su destino, chiquito, al menos en esta oportunidad era contar que conoció a una mujer, que supo ser apasionada, trabajadora, maternal con su hijo y nietos. Que se impuso. Que levantó su casa con sus propias manos. Que cada centímetro ocupado en esta vida se lo ganó con trabajo. Que la matriarca tenía una familia no tradicional pero llena de tradiciones. Que con su partida deja un vacío que nadie podrá completar, porque como en los grandes imperios, muerto el emperador, no hay rey que lo reemplace de igual manera.
Por esas cosas del destino, dicen que el último asado no lo hizo ella, que permitió que lo brinde el cuentacuentos. Un extraño honor, que guarda con sus más valiosos recuerdos. Porque la vida está hecha de cosas simples.
La matriarca se fue rápido, nadie se lo esperaba. Su nieta, como Coco, la mantendrá viva en su recuerdo. El cuentacuentos termina de escribir esto, para mantener ese recuerdo vivo. Porque después de todo, algunos tienen designado ser las alas del efecto mariposa.
La matriarca se llamó Nilda. Dejó este mundo respetada porque era respetable. Amada porque amaba. Ya sus defectos son virtudes, y sus virtudes serán exageradas.
Vivirá por siempre en el corazón de los suyos, y este cuentacuentos quiere contribuir con eso.
(Nilda vive en la eternidad desde febrero de 2019. Me concedió el honor de hacer el asado de su último fin de año para ella y su familia. Llegada estas fechas releo este recuerdo a modo de agradecimiento)
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