Por Gerardo Cabrera -Este cuento forma parte del libro “Relatos con idiosincrasia argentina”
Un relato sobre un viajero y un viejo. Esos personajes sobre los que leímos y nos contaron cientos de historias.
Cuentan que cuentan, que hace un par de siglos, lustro mas, lustro menos, llegó a una vieja casa del sur de Francia un viajero. Que golpeó con su puño la puerta, y que en un corto diálogo de preguntas y respuestas propio de los relatos grimminianos; un viejo que allí vivía le dio hospedaje por una noche.
El viajero, observó la casa. Vio que, pesar de su deterioro por los años, se mantenía limpia y ordenada.
Quedó impactado por la humildad de la comida. El viejo colocó un plato de metal con dos huevos fritos en grasa y un jarro con agua para cada uno.
La noche había caído, y como única luz era de las llamas de la cocina de adobe. Donde se había preparado la cena en un golpeado y tiznado sartén.
Advirtió de su anfitrión, por la conversación que mantuvieron durante la cena, era una persona instruida y culta. Por un inexplicable pudor, no se animó a preguntar sobre la historia y vida. Pero disfrutó de la entretenida charla.
Terminaron de comer y fueron a dormir en viejos catres de patas de tronco y lona.
El perro se quedó mirando como el huésped usurpaba su cama.
Por la mañana, el viajero se levantó y preparó para seguir su viaje. Colocó sobre la mesa unas monedas, tomó las manos del anciano, las besó tratándolo de “hombre sabio y santo”. Acto que provocó el salto de sorpresa del viejo, ante tan inesperado gesto.
El caminante contó la historia del “hombre anciano y sabio” en cada lugar que visitó. De como lo hospedó, la sabiduría que detentaba, de la humildad de la cena.
Pero como todo relato, posiblemente por aburrimiento de quien lo cuenta, o para evitar que la historia se desgaste, en cada nuevo lugar, la historia crecía y se llenaba de detalles.
Estos, según el vino consumido, se transformaron en un relato un tanto distinto a lo que había experimentado. Así, un día ante una audiencia de posada rural, cansada de falta de novedades, el viajero relató como en una noche de tormenta, extenuado y sin fuerzas, fue rescatado por un anciano sabio, anacoreta, profeta y vidente. Que no necesitaba luz para ver en la noche, y a pesar de todos sus conocimientos vivía y se alimentaba con la humildad de aquellos que rechazan las riquezas terrenales.
Así, de boca en boca, de posada en posada, de las etílicas conversaciones creció la leyenda y mito del anciano ermitaño, de mirada escrutadora del alma. Habitante de una cabaña solo visible por viajeros piadosos en noches de tormenta.
Algunos artesanos, vendieron escapularios con la personificación tallada, de aquel viejo santo que compartió su humildad con un desconocido. Muchos caminantes comenzaron a rezarle pidiendo protección.
Mientras tanto, el viejo en la casa, siguió comiendo huevos, cocinándolos en el sartén al fuego a ramas secas. Maldiciendo su suerte de padecer artrosis inmovilizante en manos y rodillas. Que le impedía alimentarse de otra manera. Por esas cataratas que lo dejaron casi ciego, malogrando su trabajo como maestro. Y de la soledad generada por la epidemia de cólera que se llevó a la mujer e hijos.
La historia, alejada de toda realidad, fue contada por personas tratando de imponer enseñanzas y moralejas. Hasta un eufórico obispo la utilizó como sermón de púlpito, con una categorización casi bíblica.
El viejo murió de cirrosis. Del viajero nadie recuerda nombre ni rostro.
Alguien fabrica estampitas que se venden en las puertas de algunas iglesias.
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