Imaginemos que queremos hacer un regalo de cumpleaños adecuado y especial a alguien a quien queremos. Prestamos entonces particular atención a lo que dice, a lo que mira en una vidriera, a aquello que le incomoda… en fin, intentamos averiguar el regalo que desea. Si en cambio simplemente compráramos lo primero que vemos las chances de que sea el regalo adecuado bajan mucho. Eso es lógico, cuando realmente prestamos atención a alguien podemos ir entendiendo no sólo lo que dice sino lo que calla e incluso lo que siente y así poder tratar de anticipar su reacción, por ejemplo, ante tal o cual regalo.
Imaginemos ahora que alguien desconocido nos presta esa atención: nos escucha con detalle, presta suma atención a cada una de nuestras acciones al punto de lograr conocernos mejor que nuestros seres más cercanos. Imaginemos que esa persona, dedicada a prestarnos atención la veinticuatro horas del día los siete días de la semana cual Gran Hermano de Orwell en 1984, pasa de querer hacernos un regalo a querer «regalarnos» una idea. Pausa. Reflexión.
«Dejá, yo hablo con él/ella». Ante un problema es normal que alguien que siente que conoce a la persona involucrada lo suficiente interceda ante ella apelando a su empatía o a su conocimiento de la forma de pensar de aquella para tratar de dar una mano. Una vez más, conocer a alguien ayuda a entenderlo. Pausa. Reflexión.
Si dejamos de imaginar e intentamos visualizarlo como algo real: ¿qué tanto poder tendría sobre vos alguien que dedica la totalidad de su tiempo a analizar que hacés, que decís, que noticias recepcionás bien y cuales mal, cuales retransmitís positivamente y cuales te indignan… alguien que usara esa información para presentarte las noticias de formas que te generen apego o rechazo e incuso si cambias de hábitos los monitoreara para generar ajustes a tu perfil?
¿Y si no fuera una persona sino todo un equipo de profesionales? Pausa. Reflexión.
Cuando alguien le dice a uno que los medios (o quien sea) nos manipulan es muy común sentirse ofendido, después de todo la manipulación implica cierta relación de dominación que en el imaginario popular se traduce en el «vivo» manipulando al «boludo» y todo indica que quien nos habla nos está tratando de boludos. No es de extrañarse que las más de las veces la conversación no prospere, en el mejor de los casos, o se vuelva hostil, en el resto. Sin embargo, cuando la conversación trata de como quizás quien te manipula es tu pareja, la ofensa tiende a ser menor porque ante alguien a quien queremos y nos es tan cercano/a sentimos que no somos tan boludos si logra descifrar la forma en que pensamos para convencernos de algo.
Lo bueno de éste artículo es que no voy a intentar convencer a quien lee de que los medios (ni su pareja, llegado el caso y si la tiene) intenta manipularlos, eso puede o no pasar y alcanza con saber que existe gente a la que le pasa. Incluso desde lo público y político hubo gente en Brasil (sobre todo entre los evangelistas) que votó a Bolsonaro convencida de que Fernando Haddad (su principal contendiente) realmente había dicho que iba a travestir niños de jardín de infantes para que puedan elegir libremente su género, como también es cierto que para el momento de la elección entre Filmus y Macri, allá por 2007, había gente convencida de que el kirchnerista era hijo de un arquitecto involucrado en el escándalo de «sueños compartidos» (tiempo después, tarde, Durán Barba perdería un juicio por difundir la ‘fake new») o que en 2005 había gente influenciada por la denuncia K (retirada dos años luego) de que Enrique Olivera ocultaba cuentas en el exterior. Todas esas «informaciones» fueron noticias falsas replicadas por los medios, inventos de alguien que llegaron a muchos y en alguna medida funcionaron.
No, éste artículo trata de algo más, trata de cómo dejamos invadir nuestra intimidad de forma que ni Orwell imaginó en su distopía (que imaginó comunista) e insistimos en que «igual, yo no tengo nada que ocultar». Y quizás sea cierto, no tenés nada que ocultar, salvo tu individualidad. «¿¡Pero quién me va a andar espiando a mí!?», es la objeción que comúnmente sigue: los mismos autómatas que a todo el resto de la gente. Equivocás la pregunta, no es «¿por qué a mi si?» sino «¿por qué me exceptuarían a mi?».
Pero, «¿por qué a mí si?». Así no haya motivos para exceptuarme, ¿por qué dedicar siquiera tiempo de un procesador en la nube a analizarme? Dice Patrick Rothfuss en su saga «El asesino de reyes» (la cual recomiendo incluso a quienes no favorezcan la literatura fantástica) que quien conocé el verdadero nombre de alguien tiene poder sobre esa persona. Un concepto muy asociado a varias mitologías al que Rothfuss le da nuevo valor cuando piensa el «nombre real» como la comprensión plena del individuo: «te conozco, y por ello tengo poder sobre ti».
¿Qué tan libre puede ser nuestro pensamiento cuando un ejército de autómatas ultraespecializados nos sigue segundo a segundo analizando cada una de nuestras reacciones y eligiendo en base a ese conocimiento como darnos la información?
¿Acaso nunca les pasó que en un momento dado estaban convencidos de algo y luego simplemente no entienden que pasó, cómo les gustaba o disfrutaban eso? (No sé, piensen algo inocente, un tema de los Wachiturros alcanza).
La realidad contemporánea tiene mucho de magia de circo y también de la de Rothfuss, combinando entender el «verdadero nombre» con decirte «mirá cómo cambian los votos después de la elección» para que no pienses que quizás los cambiaron antes, en tu propia cabeza, volviéndonos una versión más refinada del antivacunas conspiranoide que teme que le inserten un chip mientras lleva un celular encima. O sea, no me espían porque sea particularmente interesante sino porque analizándonos a cada uno se analiza a la sociedad y se perfecciona el como influenciarla y cómo, por ejemplo, ganar elecciones o anticipar reacciones a acciones antidemocráticas.
Alguien podrá pensar que exagero, lo bueno de la ciencia es que, a diferencia de las conspiraciones, es verificable experimentalmente. Les invito a hacer un ejercicio, hablen cerca de su celular de un tema que nunca mencionen, una pareja de informáticos lo hizo hablando de comida para gatos (no tenían un gato), quien escribe lo hizo con algún tema que ya no recuerda mientras vacacionaba con amigos, en ambos casos el mismo resultado: eventualmente a alguien le aparecía publicidad de comida para gatos o lo que sea de lo que hablara en facebook o youtube. Comento además que el asistente por voz de mi celular está desactivado.
Desde hace 45 años existe y se perfecciona Echelon (pueden googlearlo, está públicamente admitido), un sistema de monitoreo global de telecomunicaciones creado en el marco de la guerra fría bajo la premisa de «seguridad nacional» por EEUU. Hoy Echelon casi palidece ante la información que Google o Facebook recolectan. Cuando comés, cuando dormís, cuando tenés sexo, con quien, donde… Nuestro espía personal puede tener el recato de no mencionarlo, pero registra toda nuestra actividad. Conoce nuestro verdadero nombre, tiene poder sobre nosotros. Poder que compulsivamente le damos porque la necesidad de hipercomunicación contemporánea nos obliga. Dice una gran máxima «si no sos el consumidor, sos el producto». Todos esos medios dándonos servicios «gratis» pidiendo tan sólo a cambio nuestro verdadero nombre, aquel que a nadie debe darse. Y en ese contexto vivimos en una era donde la libre expresión y la censura se privatizaron (tweeter callando al presidente de EEUU, por ejemplo).
Incluso ante nuestros ojos impotentes se dispersan discursos absurdos como herramientas de distracción, como lo es la idea de la «apropiación cultural» o el planteo de que alguien no puede ser discriminado por no pertenencia a un sector tradicionalmente discriminado, por dar algunos ejemplos.
Mientras tanto, un puñado de corporaciones crecen inmensamente incluso mientras la pandemia mata a tantos sanitariamente y a tantos otros económicamente. Son «too big to fail», demasiado grandes para fallar. Han roto las reglas del propio capitalismo sobre riesgo-ganancia, ya no tienen riesgo porque son más grandes que los propios Estados.
Sin embargo, existe una última línea de defensa: «Puedes engañar a todo el mundo algún tiempo. Puedes engañar a algunos todo el tiempo. Pero no puedes engañar a todo el mundo todo el tiempo» dijo Abraham Lincoln, y esa es la esperanza. La manipulación masiva sólo puede existir con cierta sutileza y dejando margen de disidencia, si se volviera obvia tendría que retroceder para subsistir. Pero a su vez, si la volvemos obvia la forzamos a retroceder. De allí la importancia de entender que tenemos algo que ocultar, ese nombre real, esa llave de nuestros pensamientos, esa fibra íntima que nos define, eso es nuestro y no deberíamos compartirlo con nadie, y si acaso vale la pena compartirlo con alguien, no debiera ser con un puñado de corporaciones a cambio de usar un software.
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