En la primera parte de este artículo escribía sobre el progresismo como «la búsqueda de cambios tendientes a la igualdad». Eso se condice mucho mejor de lo que la mayoría de la gente cree con los conceptos de «derecha» e «izquierda» que no encuentran su origen en capitalismo versus comunismo sino en las asambleas francesas de 1789, durante las cuales los defensores de las posturas más conservadoras (pro nobleza y clero) se sentaban a la derecha y quienes pugnaban por el derecho de las masas (oponiéndose al poder de veto del rey) a la izquierda. Hablamos de la misma gente que nos legó el lema «libertad, igualdad y fraternidad», palabras gigantes cada una de ellas tanto hoy como en el contexto de entonces, pero… ¿qué tan reales son esos ideales y que tan a menudo olvidamos lo que significa un «ideal»?
Empecemos entonces por el principio: un ideal es una utopía, algo inalcanzable que nos sirve de guía pero que jamás puede volverse completamente real por ser imposible. En el caso de la igualdad eso es fácil de entender (al menos si se lo piensa un poco); una conocida metáfora sobre educación dice que si evaluáramos a todos los animales según su capacidad de trepar el mono sería un genio y el pez un idiota; lo mismo aplica a los derechos y la igualdad: podemos decretar la libertad de vuelo, la cual será más que celebrada por el halcón mientras la liebre nos mirará con cara de «gracias, no me ayudes más». Esa es la «libertad» del libertario, sobre la que ya he escrito, la cual encierra la misma trampa hoy que en 1789, después de todo los de la derecha defendían la «libertad» del rey de vetar, o sea, la libertad del fuerte de ejercer su poder.
No somos iguales. No hay dos individuos iguales. Nunca los habrá. Por lo tanto, la igualdad es algo bastante más complejo que simplemente lograr que las mismas normas apliquen a todas las personas, es que todas las personas tengan de hecho las mismas libertades a pesar de sus diferencias, algunas tan insalvables como la incapacidad de volar de la liebre o, como ilustra el célebre «La vida de Brian» de Monty Python la imposibilidad de alguien que nace sin útero de concebir
El proceso de la igualdad pasa a tener entonces, inevitablemente, dos componentes respecto a todo derecho: la lucha por que toda aquella persona capaz de algo tenga el mismo derecho a ese algo más la lucha por compensar las desigualdades de toda índole que dificultan a miembros de la sociedad el poder ejercer ese derecho. Así, nuestra liebre probablemente requiera un vehículo, y eso sería justo así el Estado deba gastar fondos en ella y no en el halcón, capaz de volar sin ayuda.
Un ejemplo aún presente en la sociedad y particularmente interesante es el derecho o no a elegir ser madre o padre, dado que ipso facto ante una concepción a la mujer le es absolutamente imposible separarse del embrión/feto mientras que al varón le alcanza con «borrarse». Hay allí sin duda una disparidad insalvable: así los dos tuvieran derecho a «borrarse», ella lleva el embarazo, no puede ejercer ese derecho. No sólo eso, el embarazo cambiará su cuerpo y su vida de forma irreversible. De allí que se volviera necesario debatir como garantizar ese derecho y la consecuente necesidad de la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo, la cual chocó de lleno con valores tradicionales (mayormente religiosos dado que la «vida» del feto, biológicamente, depende mucho de que definición de «vida» se utilice, por lo que es una zona gris). Tras una lucha inmensa se logró consagrar ese derecho, y sin embargo la consecuencia es otra inequidad, porque de la misma forma que el derecho a «borrarse» era de ejercicio imposible para la mujer, el derecho a decidir sobre el propio cuerpo deja como corolario la capacidad de elegir libremente ser madre, mientras el varón sigue sin libertad de decidir ser padre. Mucho se puede decir sobre esto, pero los argumentos giran alrededor de lo inevitable que es esa consecuencia a la sombra del derecho fundamental a la decisión sobre el propio cuerpo. Esto es, sin duda, total y absolutamente cierto.
Eso no quita que de la misma forma que la anterior imposibilidad de la mujer de separarse del feto haya intentado ser compensada con la «imposibilidad» del padre de «borrarse», que en la práctica se traduce a una muy poco igual obligación económica respecto a la obligación de la mujer de llevar adelante la crianza de la criatura, se vuelva materia válida de debate si debieran existir mecanismos compensatorios que si bien no van a sesgar esa diferencia insalvable (me refiero a la lógica limitación del varón no siendo quien pone su cuerpo para una gestación) la atenúen así como el aporte económico buscaba (repito, de forma bastante poco eficiente) compensar la situación anterior. Un ejemplo de esto sería si el varón pudiera renunciar a la paternidad aún cuando esto no conllevara la interrupción del embarazo (decisión natural de la mujer por ser su cuerpo), conllevando que ante la inevitable presencia de su espermatozoide en la ya concretada concepción, equiparado, por ejemplo, a un donante de esperma (figura ya existente). Por supuesto eso plantearía más debates, como ser si ese derecho debiera limitarse al periodo durante el cual la mujer puede tomar la misma decisión (que sería lo más igualitario, obviamente) pero cómo a su vez que ese derecho sea efectivo implicaría que la mujer tenga un preaviso suficiente como para poder realizar la ILE si así lo deseara. Mismo que surgiría el debate sobre que pasa si la mujer oculta el embarazo y como diferenciar esa situación de si realmente lo desconociera, o si dentro del matrimonio hay o no con consenso tácito a la procreación conjunta por lo que la decisión debiera ser conjunta.
Cómo ya veo antorchas desde mi balcón, adelanto que no adscribo a todo lo antedicho y sólo tengo posición tomada en algunos puntos (en particular no creo que el matrimonio debiera implicar aceptación tácita de nada). El punto es que el progresismo es dinámico y que en su avance los sectores que están más cerca o lejos del ejercicio de un derecho van variando, de allí que defender a un colectivo postergado no puede per se considerarse «progre» ni «de izquierda» porque serlo sería tener presente las inequidades que las soluciones van generando y mirar siempre el bienestar general sin limitarse al recuerdo de la situación social cuando se inició la lucha. Ergo, ser progre implica hacerse preguntas incómodas y buscar respuestas a esas preguntas así no sea fácil ni de buena recepción entre la gente que quizás ayer te era afín y compañera de lucha.
Las olimpiadas nos trajeron otro caso interesante para el análisis: el de la atleta trans Laurel Hubbard. Interesante no sólo porque contrasta el impedimento insalvable del sexo biológico y como lidiar con él, sino porque a su vez resulta en una de las confusiones más extendidas respecto a sexo y género. El/la «conserva» insiste en que el sexo es el género, mientras que algún/a «progre» a veces pareciera decir que el sexo no existe, sólo el género. La realidad es que mientras el sexo es un concepto biológico consecuente del genotipo, el género es el rol social que asignamos al sujeto, que la tradición filocristiana establece que sea acorde a su sexo. Lo primero es biológico, insalvable, lo segundo es social y, como me dijo una vez el Dr. Alberto Kornblihtt (de quien tuve el inmenso gusto de ser alumno): «donde comienza la sociología la biología se abstiene de opinar».
Aclaradas las diferencias entre ambos conceptos el problema de buscar la igualdad persiste. Es indudable (o debiera serlo) el derecho de cada individuo a vivir libremente su vida en general y su sexualidad en particular mientras no dañe a otros, lo que no queda tan claro es si una categoría femenina es una restricción biológica o social, es decir, es como la capacidad de amamantar o como la elección de que vestuario usar, por dar ejemplos. Pareciera ser más bien biológica, de hecho por eso es que se establecieron límites máximos de testosterona (o sea, parámetros biológicos) para poder entrar a la categoría femenina. Pasa que no se trata de si Lauren tiene o no derecho de vivir su vida como mujer, sino sobre si su condición biológica la deja en paridad de condiciones o no con respecto a una mujer biológica. Uno es el género, otro es el sexo.
El problema se traduce en que las categorías siguen los patrones tradicionales, quizás en parte porque suena horrible hablar de «categorías protegidas», pero a su vez, si la barrera es la presencia de una hormona natural en los varones que da ventaja deportiva, la conclusión es evidente: el varón biológico tiene ventaja sobre la mujer biológica, al menos a la hora de hacer fuerza. Así llegamos a otra gran confusión, quizás la más enorme de todas: eso no significa que la persona más fuerte del mundo sea un varón, ni mucho menos que todo varón sea más fuerte que toda mujer (de eso doy fe, mi abuela me ganó una pulseada teniendo ella setenta y yo catorce). Pero incluso si eso es bastante fácil de concordar, hay un criterio paralelo que es un poco más incómodo: los privilegios.
Resulta que al igual que no todo varón es más fuerte que toda mujer, pasa lo mismo con el harto mencionado ejemplo de los privilegios sociales. Dicho en otras formas, la vida de Amalia Lacroze pudo haber sido marcada de muchas formas por ser mujer, como lo pudo haber sido la de Ernestina Herrera (al punto que ambas fueron conocidas como «de Fortabat» y «de Noble» respectivamente) sin que eso quite que ambas tuvieron acceso a estilos de vida con los que la inmensa mayoría no podemos ni soñar independientemente de nuestro sexo o género.
Nuevamente transitamos el delicado límite que divide lo biológico de lo social, pero es necesario porque el progresismo debe contemplar ambos aspectos si aspira a la igualdad, así más no sea entendida como la reducción de la brecha de acceso a derechos ante la imposibilidad de eliminarla por completo. En ese sentido se hace necesario diferenciar que si bien hay, socialmente, características que dan a individuos una situación privilegiada frente a otros, en la sociedad actual no existen características definitivas y de hecho la más prominente sería la posición socio-económica, con el agregado de que, por supuesto, alcanzar una posición alta depende del entramado como un todo de las características del sujeto: sexo, país de nacimiento, situación socio-económica de su familia, y un largo etcétera. De allí se desprende que otro gran acto de pseudoprogresismo es el absurdo planteo que implica que toda persona con características sobre las que es incapaz de decidir (léase varón blanco hetero, por ejemplo) tiene privilegios sobre el resto cuando en todo caso lo que sucede es que al darle la sociedad un valor positivo a esas características menoscaba al resto. Eso, que pareciera ser lo mismo, no lo es, porque en definitiva es lo que plantea la dirección a emprender en busca de la igualdad: revocar privilegios o establecer derechos, quitarle el veto al rey o dar el poder de decisión a las masas, y claramente el rey puede optar o no por usar el veto, incluso renunciar a él, así como un varón blanco hetero puede ofrecerse a lavar los platos, a lo que no puede renunciar es a la expectativa que pudiera haber de que lo haga una mujer (y digo «pudiera» porque nuevamente corremos el riesgo de caer en quedar anclados a lo que fue cuando comenzó la lucha, que quizás no es lo que es hoy o lo que será mañana).
El progresismo es un camino muy difícil y lleno de predicamentos, es tentador reducirlo a conceptos simples y fáciles de consensuar, sobre todo si de lo intenta hacer entre sectores tradicionalmente relegados pero, como planteaba en la primera parte del presente, eso no es progresismo porque no es igualdad, es la lucha (a veces hasta involuntaria) por el cambio de las castas dominantes. Cambiar un régimen por otro. El progresismo está obligado a contemplar en todo momento el todo y condenado a subsanar eternos desbalances. No es un lugar para gente sin estómago para cuestiones complejas. Para aquellas personas solo resta lo pseudo, lo fácil, lo paródico, la demagogia de nicho, en fin… la comodidad de sentirse progre sin siquiera realmente aspirar a pretender serlo: el pseudoprogresismo.
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