28 noviembre, 2023

Pseudoprogresismo

Los argentinos somos complicados: llamamos «progresismo» a lo que otros países llaman izquierda, centro a lo que llaman derecha y las pocas personas que se definen como de derecha o izquierda serían catalogados de «ultras» en otras tierras. Por eso, la pregunta sobre qué es el progresismo tiene tantas respuestas como opiniones y, evidentemente, pasa lo mismo con que sería el «pseudo-progresismo, o sea, lo que vestido de progresismo no lo es.


Sin embargo hay cierto consenso es sobre que el progresismo es la antítesis del conservadurismo, pero eso lleva a una pregunta interesante: ¿es todo lo que no es conservador progresista? Si bien es relativamente simple definir el conservadurismo como la resistencia a los cambios y el apego a las formas de vida «tradicionales», ¿se puede hacer lo mismo con el progresismo? La analogía más simple diría que no, que si bien es fácil definir «no moverse» su contrario, el movimiento, depende en gran medida de la dirección que se tome. Apelando a un truco de mago de circo usado en la política argentina reciente, prometer un cambio sin decir cual será implica una incertidumbre muy profunda sobre cual es la propuesta. Entonces, aún sin siquiera intentar definir con precisión que es «progresismo», podemos consensuar (o algo parecido) que serlo no implica el aval de todo cambio respecto a los valores tradicionales.


En general, acotando un poco el concepto, no todo cambio es progresista, sólo lo son los que implican «progreso», lo que deja afuera cambios que profundicen o restauren mandatos tradicionales. A su vez, el progresismo tampoco pareciera ser cuestionar lo tradicional por el mero hecho de hacerlo sino que la brújula «progre» fijaría rumbo hacia la libertad de elección del sujeto sobre su vida con la mínima injerencia posible del mandato social colectivo. No muy llamativamente (fuera de nuestras tierras) a los progresistas también se los llama «liberales», o sea, los que buscan libertades. Por supuesto, en Argentina el concepto se asocia a lo que el mundo hoy llama «libertarios»: aquellos que centran esa búsqueda de libertades en el poder explotar a otro libremente si logran someterlo sin que el Estado intervenga para proteger al débil. Eso nos lleva a trazar un eje interesante: el liberal de derecha fomenta llevar al máximo la libertad de acción de un individuo mientras que el de izquierda la de todos los individuos. Cada enfoque tiene sus problemas, pero eso quedará para otro momento. Lo importante en el contexto del presente es que el progresismo (definido como liberalismo de izquierda) ya no sería sólo un movimiento respecto al status quo social sino que debiera ser uno en pos de la igualdad.


Por supuesto, la definición alcanzada no carece de subjetividad, aún cuando haya intentado mantenerla al mínimo posible. En particular, hay sectores que se identifican como (o son rotulados de) progresistas que parecieran entender que esa búsqueda de igualdad implica la lucha por los derechos de aquellos históricamente relegados. Parece tener sentido a pesar de que, si se lo analiza, resulta un enfoque condenado al fracaso más estrepitoso, al menos como enfoque «progre».
La demostración podría ser casi matemática: sea C un colectivo relegado incrementar el poder de los individuos c tales que c pertenece a C es equiparar. Gran enfoque hasta tanto C tenga más poder que el promedio o que pertenecer a C sea un plus tal que se convierta en un desbalanceo en desmedro de otros colectivos. O sea, es evidente que si no se incluye un control que mida el avance de C respecto al objetivo de igualdad de derechos no sólo no hay garantías de obtener igualdad sino que, en caso de obtenerse algo que se le parezca, si la práctica sigue se garantiza recuperar el desbalance. Esto exhibe una verdad histórica: los colectivos dominantes son dinámicos.
Un ejemplo emblemático de éste efecto fue el Congreso Nacional Africano de Nelson Mandela en Sudáfrica. Resulta que cuando Mandela consigue la presidencia hubo sectores de su partido que querían «dar vuelta la tortilla» y plantear una hegemonía negra en Sudáfrica. Mandela, evidentemente un ser humano gigantesco, planteó que hacer eso sería volverse lo que combatieron. Mandela entendió a la perfección el delicado balance entre pelear por los derechos de los relegados para alcanzar la igualdad y meramente buscar un cambio en las castas dominantes.

En realidad, más que la casta dominante lo que cambia es el mandato social. Así como en la Grecia antigua la homosexualidad era visto como algo normal e incluso positivo, las sociedades bajo régimen católico la persiguieron como símbolo máximo de aquel individuo que desafía a Dios teniendo sexo por placer; mismo que en la escandinavia medieval la mujer contaba con derechos con los que una católica europea, poco más que una posesión dedicada a traer bebés al mundo, no podía ni soñar. Claramente lo que es un valor positivo en China no necesariamente lo es en Europa, sin embargo, en nuestra cultura filoeuropeo-católica se heredó generación tras generación el valor superior del varón blanco, no sin un enorme sesgo egocéntrico, el mismo por el que no sé que experiencia tendrán cada uno de ustedes, pero al menos a mí de la historia China o India poco o nada me han contado en la escuela. Es más, creo que la única vez que me mencionaron India fue cuando un griego, Alejandro Magno de Macedonia, llegó hasta allá, y China para hablar de la ruta de la seda.


Sabido es que la discriminación tiene raíz en la ignorancia, por lo que no debiera sorprender a nadie que exista un «progresismo» que sin mayores profundizaciones cuestione el mandato social y, sin escalas, transporte culpas de la sociedad hacia un colectivo marcado como dominante y desde éste a quienes cumplan con el perfil fijado, sin mayores detenimientos en el análisis de las conductas individuales. De esta forma actores y actrices estadounidenses piden disculpas por dar voz a personajes negros sin serlo, se llega a catalogar como «de color» a Antonio Banderas o Anya Taylor-Joy o, mucho más doméstico, la «Coquí» Peña nos hacía «perder recreos» a los varones de la escuela 4 porque había mucho bullicio y era injusto castigar a las nenas por culpa de los nenes, que por supuesto caíamos por mucho que individualmente nos «portáramos bien» (esa mujer, créanlo o no, llegó a inspectora).

Todas estas conductas tienen algo en común: revitalizan los paradigmas que aspiran a combatir, sea por remarcar el sexismo o que una persona no es nativa de un país dado. «De color» no es mejor que «negro», la igualdad se logra cuando el color de piel o el sexo de la persona es irrelevante, cuando el «género» (concebido como rol social asignado a alguien de un sexo determinado) no se diversifica sino que desaparece, o acaso se diversifica hasta desaparecer convertido en miles de millones de géneros, uno por individuo.

Porque si es un problema que alguien hetero interprete un personaje homosexual pero no que Neil Patrick Harris o George Takei interpreten personajes hetero (que por supuesto no debiera serlo) el problema que se condena no es la total lógica con que quien actúa interpreta a alguien distinto a quien es sino en poseer características tradicionalmente enaltecidas por la sociedad. Eso que a veces se llama «racismo a la inversa»  (o sexismo) no lo es, es simplemente racismo (o sexismo). Como le sucedió a Mandela, hay quienes no entienden que la igualdad no se alcanza alterando las características consideradas positivas sino dejando de mirarlas.


Como colmo de estas prácticas llegamos a la «apropiación cultural» que, para quien lo desconozca, se trata de la presunción de que tomar elementos de una «cultura» que no nos es propia la mancilla y conduce a su destrucción por banalización. Es decir, si no soy mexicano no debería usar sus sombreros (cosa que por supuesto jamás ha molestado a mexicano alguno), pero también aplica a que dentro de una misma cultura no adoptar elementos de otras subculturas, algo así como si en argentina dijéramos que (y me da miedo decirlo porque aún a nadie se le ocurrió y temo que alguien lo tome en serio) no está bien escuchar cumbia si no vivís en una villa. Y si, campeones y campeonas de los derechos de las masas, algo así es sin duda alguna discriminatorio. Estereotipa, segmenta y encima insiste con la cultura occidental y localista como hegemónica al plantear que por adaptar artes marciales orientales la cultura oriental va a verse afectada cuando lo más probable es que sigan con su desarrollo social como si nada hubiera sucedido. Mención aquí para, a criterio de éste autor, el mejor chiste de «Cobra Kai»: «Daniel La Racist» (racista) por «apropiarse culturalmente» del karate de Miyagi.


En conclusión, no es lo mismo buscar igualdad que propiciar los derechos de colectivos relegados. Si bien los primeros pasos de la búsqueda de igualdad pasar por ese sendero, se necesita un control constante de impacto social y del estado actual de las cosas bajo la vara de verificar igualdad, de otra forma se produce el «efecto Y»: avanzás por el camino común pero en algún momento tomaste una desviación que te empezó a alejar de la igualdad y te lleva a simplemente cambiar los grupos de dominancia, todo eso sumado a la falaz premisa de que es esa casta (la gente que tiene ciertas características, varón blanco hetero, por ejemplo) la que establece la dominancia cuando esta es social y ejercida incluso por aquellos que son relegados, quienes en última instancia son tan víctimas de los mandatos como cualquiera que le toque vivir bajo uno del que no se sienta parte, sin importar que encaje o no con el «patrón» beneficiado.

Hay que aprender del enorme Mandela: la discriminación no se combate cambiando los estigmas sino desterrándolos.

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